Libro séptimo
Moral
Capítulo preliminar
Consideraciones generales sobre la Moral
El objeto de este capítulo, que viene a ocupar el lugar que suele darse a lo que se llama prólogo, es presentar algunas breves reflexiones sobre la Moral, considerada en general, sustituyendo nociones precisas y concretas a las vagas y generales que contener suelen los prólogos.
§ I
Idea general y existencia de la ciencia moral.
«Es propio de la ciencia moral, escribe santo Tomás, considerar las operaciones humanas, según que contienen el orden en sí mismas y con relación al fin del hombre.» Estas breves palabras indican ya claramente la idea general de la moral, como ciencia filosófica o natural, la cual no es otra cosa en realidad que «el conocimiento científico de lo que [376] origina y constituye el orden moral posible en las acciones humanas.»
Y digo de las acciones humanas, porque, según la acertada observación del mismo santo Tomás, las acciones del hombre capaces del orden moral, son únicamente las que proceden de la voluntad deliberada, es decir, de la voluntad regulada y dirigida por la razón, en unión con la cual constituye lo que se llama libre albedrío, al cual apellida el citado santo Tomás, facultas voluntatis et rationis; porque, en efecto, lo que constituye al hombre perfectamente libre y dueño de sus acciones, no es la voluntad sola, sino la voluntad en cuanto presupone y envuelve el conocimiento del objeto, del fin y de los medios a que se refiere la acción. En otros términos: acciones humanas son las que corresponden al hombre como hombre, es decir, como ser dotado de razón y voluntad, a diferencia de las que le corresponden como ser dotado de vida sensitiva y vegetativa, las cuales, aunque radican en el hombre, y por esta razón se denominan acciones del hombre, no son ni se denominan humanas, porque no son propias y específicas del hombre.
De aquí se infiere
1º Que la ciencia moral es de la mayor importancia y utilidad, toda vez que tiene por oficio propio conocer, ordenar y dirigir las acciones propias y específicas del hombre, y determinar o producir, por consiguiente, en éste la perfección moral, la cual envuelve, como veremos después, la realización del destino del hombre sobre la tierra, y el germen vital para la realización y posesión de su destino final y absoluto.
2º Que la existencia de la libertad es una condición necesaria de la ciencia moral, porque sin aquella no pueden existir las acciones humanas, únicas que son capaces de orden moral. Esto quiere decir, que la ciencia moral es una palabra vacía de sentido, y nada puede significar en realidad.
a) Para los panteístas, que al identificar la sustancia y esencia de Dios con el mundo, convierten al hombre en un [377] mero fenómeno, en una modificación del ser, incapaz, por consiguiente, de verdadera libertad, la cual lleva consigo la responsabilidad personal. Por otra parte, en la teoría panteísta, el mundo y el hombre son evoluciones o manifestaciones necesarias de la sustancia divina, y como tales, legítimas y buenas esencialmente.
b) Para los fatalistas antiguos y modernos, que consideran las acciones humanas como el resultado de una necesita ciega, inevitable y superior a la voluntad del hombre.
3º Que la ciencia moral puede y debe considerarse como la base general de las ciencias sociales y políticas, pues todas ellas son derivaciones más o menos directas e inmediatas del derecho natural, cuya consideración forma una parte principal de la ciencia moral, y presuponen además el conocimiento de lo que constituye la esencia y condiciones de la moralidad.
Así como la psicología trata de los actos del hombre, considerándolos como manifestaciones de su actividad vital, diferentes entre sí por su naturaleza y objeto, la moral considera estos mismos actos en sus relaciones con las condiciones del orden moral. Puede decirse por lo tanto, que la psicología suministra a la ciencia moral la materia, perteneciendo a la segunda considerar aquellos actos en su forma moral posible, o sea en cuanto son susceptibles de la perfección que llamamos moralidad, la cual viene a ser por lo mismo el objeto formal, propio y específico de esta ciencia.
La moral reúne todas las condiciones de una verdadera ciencia. Tiene un objeto propio y específico; contiene además verdades de evidencia inmediata relacionadas con este objeto, cuales son las que llamamos primeros principios prácticos, bonum est faciendum et malum vitandum; vivere oportet secundum rationem; quod tibi non vis altere ne feceris, con otros axiomas semejantes, cuya verdad no cede en claridad y evidencia a los que sirven de base a las demás ciencias. Si la ciencia es un conocimiento adquirido por medio de demostraciones, cognitio per demostrationem acquisita: si [378] la ciencia no es otra cosa más que un conjunto de verdades ciertas necesarias y universales, deducidas por medio de la razón de otras verdades superiores y de evidencia inmediata, en las cuales se hallan virtualmente contenidas y con ellas enlazadas, es indudable que la moral reúne todos los caracteres esenciales de la ciencia. El homicidio es contrario a la justicia: el adulterio es vituperable: no se deben volver injurias por beneficios: los padres deben ser venerados y honrados por sus hijos: la mentira es mala e ilícita, &c., &c., he aquí proposiciones o verdades que la moral demuestra científicamente.
§ II
Relación de la moral con el derecho natural.
Sabido es que las relaciones entre la Moral y el Derecho vienen siendo objeto de acaloradas disputas entre los filósofos, pretendiendo unos que el dominio de la moral no puede separarse enteramente del que corresponde al derecho natural, y afirmando otros que constituyen dos ciencias completamente distintas y separadas.
Puede decirse que aquí, como en otras muchas materias, las disputas desaparecerían en su mayor parte, con solo fijar de antemano el sentido de la cuestión, y sobre todo, explicando cada uno de los contendientes lo que entiende por Moral y por Derecho natural.
Que se debe admitir alguna distinción entre la ciencia moral y el derecho natural en sí mismo, es evidente, si se tiene en cuenta: 1º que éste es innato en el hombre, como dice su mismo nombre, y en el concepto de tal, independiente de sus esfuerzos e investigaciones, al paso que la moral, como todas las demás ciencias, es el resultado de estos esfuerzos e investigaciones personales, voluntarias y reflejas, sin que reciba con la misma naturaleza como la ley [379] natural: 2º el primero se halla en todos los hombres que tienen uso de razón; la segunda, sólo en aquellos que se dedican a su estudio: 3º la ciencia moral descubre y señala la moralidad de los actos humanos, su origen, naturaleza y condiciones, pero no envuelve una fuerza preceptiva y prohibitiva, como la ley natural, la cual no solo muestra, sino que manda y obliga al bien.
Si por la palabra Derecho natural, no se entiende la misma ley de la naturaleza considerada en sí misma o por parte de su existencia objetiva, sino el conocimiento científico de la misma, en este caso el Derecho natural se distingue de la Moral, como la parte del todo, en atención a que el conocimiento de la naturaleza, origen, propiedades, prescripciones y valor de la ley natural, forma una parte, y parte principal de la ciencia moral; porque la verdad es que en la mayor parte de los casos, la moral establece y demuestra la bondad o malicia, la moralidad o inmoralidad de una cosa, la licitud o ilicitud de una acción, investigando sus relaciones con la ley natural. Sin embargo, la ciencia moral considera además la bondad y malicia del acto humano con relación al fin último, a las circunstancias, a la libertad, a la ley humana, &c., y por eso hemos dicho que la ciencia o conocimiento del derecho natural, si se distingue de la ciencia moral, es solamente a la manera que la parte se distingue del todo.
Creemos por lo tanto, que la distinción que Kant establece entre la Moral y el Derecho, distinción que ha sido adoptada y seguida, bajo una forma u otra, por la generalidad de los racionalistas posteriores, no tiene razón de ser, considerada en el terreno filosófico. Según la teoría del filósofo alemán, la Moral tiene por objeto las acciones internas del hombre, perteneciendo al Derecho regular y dirigir las externas, por medio de las cuales el hombre se pone en relación con los demás.
Si se tratara puramente del derecho civil, sería aceptable esta división; porque en efecto, hablando en general, no incumbe a éste juzgar, ni dirigir y regular los actos puramente [380] internos. Pero si se trata del derecho natural, jus naturae, semejante teoría es absolutamente inadmisible.
La ciencia moral, no solo de reglas para dirigir la conducta interna, sino también externa. La moralidad e inmoralidad no se encuentran solo en los actos internos, sino también en los externos. ¿Es por ventura que el homicidio o el robo no son actos inmorales, o no están sujetos a las condiciones propias del orden moral? Y no se nos diga que la moralidad e inmoralidad del acto externo depende de la del acto interno que determina su existencia, pues a esto contestaremos: 1º que esto abona y confirma nuestra tesis, puesto que la ciencia moral no puede ser completa, sino a condición de considerar el origen, naturaleza y condiciones de la moralidad bajo todas sus relaciones, y por consiguiente, sin considerar el acto interno como origen principal, aunque no único, de la moralidad del acto externo, el cual viene a ser la expresión sensible, la revelación y como el cuerpo del interno: 2º que no es completamente exacto que la moralidad del acto externo depende toda del interno, siendo incontestable que el acto externo lleva consigo muchas veces condiciones y causas especiales que contribuyen por su misma naturaleza al aumento de la moralidad o inmoralidad de la acción, como son, entre otras, el perjuicio o daño material que se sigue del acto externo, por ejemplo, de la ocisión injusta de un padre de familia, y no del interno; del escándalo o el buen ejemplo, consiguientes al acto externo y no al interno, &c.
Hay más todavía: si es irracional y absurdo limitar el dominio de la moral a la dirección de los actos internos, no lo es menos circunscribir y limitar el dominio y dirección del derecho natural a los actos externos, como tampoco a los que dicen relación a los demás hombres.
El derecho o ley natural, no manda y prohibe exclusivamente ciertas acciones externas; no impone exclusivamente obligaciones con respecto a los actos relacionados exteriormente con otros individuos, sino que impone también obligaciones y deberes realizables con actos puramente internos. [381] ¿Será por ventura que no obra contra las prescripciones del derecho natural el que blasfema de Dios con palabras interiores, el que aborrece a sus padres, el que se entrega a deseos o concupiscencias de la carne, por más que estos actos no tengan relación con otros hombres? Esto sin contar que los actos externos y relativos que, según la teoría que combatimos, constituyen el objeto y pertenecen al dominio exclusivo del Derecho natural, reciben su moralidad o inmoralidad principal del acto interno que los determina, y que constituye su alma y su forma, por decirlo así. Luego la investigación de los actos externos y de los derechos y oficios del hombre social, no puede ser completa ni científica, si no abraza también su forma interna. Por otra parte conocer el Derecho en relación con los actos externos y como norma de las relaciones sociales, es conocer un aspecto, una derivación parcial, una manifestación incompleta del mismo, y no el fondo de su esencia, no el conjunto de sus aplicaciones, ni su origen, ni mucho menos su importancia transcendental, como elemento generador de la perfectibilidad moral del hombre.
¿Qué debemos inferir de todo esto? Que la Moral y el Derecho natural no deben ni pueden distinguirse, ni mucho menos separarse, en un sentido absoluto, sino a lo más en un sentido puramente relativo, en cuanto que a la Moral pertenece considerar e investigar bajo un punto de vista general el origen, elementos, constitución y condiciones posibles de la moralidad del acto humano, prescindiendo de sus aplicaciones concretas al acto interno o externo, a la acción individual, social o política; al paso que el Derecho natural, por una parte, se dedica con preferencia, aunque no exclusivamente, a regular y dirigir los actos externos y las relaciones sociales del hombre, como formas y aplicaciones concretas de la moralidad humana, y por otra parte, entra en una investigación más profunda, detallada y concienzuda de la ley natural, considerándola como una de las fuentes principales y hasta, en algún sentido, como única fuente de moralidad, y además como una de las condiciones y reglas fundamentales [382] del orden moral. En resumen: la ciencia moral y la del Derecho natural son dos ciencias tan íntimamente relacionadas entre sí, que no es posible, ni lógica y natural su separación: son dos fases de una misma ciencia, dos cosas que se compenetran, dos círculos concéntricos.
Ni destruye la verdad de lo que dejamos asentado, la pretensión de Ahrens, al afirmar que el objeto del Derecho es señalar y determinar las condiciones y medios necesarios al hombre para realizar su fin racional. Porque cualquiera que sea este fin y destino racional, y hasta concediendo que sea, como pretende el mismo Ahrens, el desarrollo indefinido de las facultades humanas, semejante fin no puede ser verdaderamente racional, ni el desarrollo de las facultades humanas puede constituir el destino humano, ni este, cualquiera que él sea, puede ser verdaderamente racional y digno del hombre, sino a condición de ser moral. Sin moralidad no hay perfección completa para el hombre, y el destino humano es preciso que envuelva una tendencia a la perfección. La evolución de las facultades no puede ser legítima ni perfectiva del hombre, si no va acompañada del desarrollo moral, o si no se halla informada y vivificada por el espíritu y la vida moral. Luego cualquiera que sea el objeto y el dominio que señalarse quiera al Derecho, y con especialidad al derecho natural, es imposible separarlo completamente del objeto y del dominio de la ciencia moral. [383]
§ III
La moral filosófica y la moral teológica.
Para reconocer que la filosofía moral es cosa muy distinta de la moral teológica o cristiana, basta tener presente:
1º que el sujeto propio de la moral filosófica es el hombre, es decir, el individuo humano considerado simplemente como un ser inteligente y libre, creado por Dios y destinado a él como a último fin de toda la creación; mientras el sujeto propio de la moral teológica es el cristiano, o sea el hombre elevado gratuitamente por Dios al orden sobrenatural desde su creación, regenerado y restaurado por Cristo y en Cristo de la caída original, y destinado a un fin cuyos medios y cuya posesión superan las fuerzas de la naturaleza humana.
2º Los principios que sirven de base a las investigaciones científicas y deducciones prácticas en la moral cristiana, o son revelados, o son derivaciones inmediatas de éstos: los principios de la moral filosófica, son verdades naturales, conocidas con certeza y evidencia por la razón pura.
3º Los preceptos, máximas y reglas de la moral filosófica, traen su origen y su sanción de la ley natural, en la cual radican originariamente: los preceptos, máximas y reglas pertenecientes a la moral teológica, traen su origen y reciben su fuerza y vigor de la ley divina, y principalmente de la promulgada por Jesucristo.
Dos consecuencias importantes se desprenden de las indicaciones que anteceden. Es la primera que la distinción establecida entre la moral filosófica y la moral teológica, no lleva consigo la idea de exclusión o incompatibilidad mutua. La moral cristiana, lejos de excluir la moral filosófica o natural, la toma, por el contrario, como base y condición fundamental de su existencia: la moral cristiana añade sobre la moral filosófica, pero añade perfeccionando, no [384] destruyendo, a la manera que el orden sobrenatural o de la gracia, perfecciona y no destruye la naturaleza humana: gratia non destruit naturam, sed perficit.
La segunda consecuencia que se desprende de lo dicho es que la distinción y superioridad de la moral cristiana con respecto a la filosófica, es de tal naturaleza, que la razón humana abandonada a sus propias fuerzas, no puede conocer ni mucho menos practicar la moral cristiana. Los fundamentos y principios de la moral cristiana proceden de la revelación divina, de manera que, o constituyen verdades sobrenaturales, o están íntimamente relacionados con dogmas y misterios inaccesibles a las fuerzas de la razón humana, como la encarnación del Verbo, la existencia y transmisión del pecado original, la necesidad y condiciones de la gracia, &c. Por lo que hace a la práctica, ¿puede la razón humana, abandonada a sí misma, conocer la obligación del bautismo, de recibir la Eucaristía, de confesar, con otros muchos preceptos de la moral cristiana? ¿Puede presentar, por otra parte, la razón humana, algo que se parezca a al perfección moral que se revela en la vida de los que el cristianismo apellida santos y venera en los altares?
Luego es inadmisible y hasta absurda en sí misma la afirmación de ciertos filósofos, que pretenden confundir e identificar la moral del cristianismo con la moral natural o filosófica. «Decir: el cristianismo es el que lo manda; o decir: la razón y la libertad lo ordenan, es una misma cosa absolutamente.» Así se expresa Marheineke, haciéndose eco de Kant, de Vette, de Brunch y de otros racionalistas, que al mismo tiempo que se desdeñan de aceptar la palabra revelada y someterse a la Razón divina, pretenden rebajar hasta sí al cristianismo, no viendo en él más que una forma y una revelación de la razón humana. Sería curioso saber de qué manera demostrarían estos filósofos, que la razón y la libertad humana ordenan recibir el bautismo, y confesar, y comulgar, y creer la verdad del misterio de la Trinidad y la Encarnación del Verbo; porque todas estas cosas y otras muchas manda y ordena el cristianismo, y si hemos de creer al autor del [385] pasaje citado, la razón y la libertad mandan e imponen las mismas obligaciones y preceptos que el cristianismo. Porque «el cristianismo, añade el escritor citado, nada afirma que la razón completamente desarrollada, no pueda decirse a sí misma, que el espíritu verdaderamente libre, no se vea obligado a reconocer como necesario.» {(1) Systéme de Theol. mor., pág. 10.}.
§ IV
La moral independiente.
Esta extraña pretensión de ciertos racionalistas, especialmente de los procedentes de las escuelas kantianas y hegeliana, ha dado origen a otra afirmación no menos racionalista en el fondo, aunque más moderada, o mejor dicho, más hipócrita en la forma, y por lo mismo más peligrosa. Tal es la teoría de lo que se llama la moral independiente, o sea la afirmación de que la razón humana puede por sí sola e independientemente de toda influencia cristiana, constituir un sistema de moral completo y absolutamente perfecto en el orden natural, o lo que es lo mismo, tan perfecto y sublime como el que contiene la moral cristiana.
Por lo demás, esta teoría de la moral independiente, de la que no pocos hablan sin comprender su significación, tan acariciada en nuestros días y en nuestra patria por muchos que de filósofos se precian, es una sencilla repetición del siguiente pasaje de Kant: «La maravillosa religión del cristianismo, en su extrema sencillez, ha enriquecido la filosofía con ideas morales mucho más precisas y puras que las que ésta había presentado hasta entonces, ideas, sin embargo, que una vez promulgadas, son admitidas y aprobadas libremente [386] por la razón, y que ésta habría podido y debido descubrir e introducir por sí misma.» He aquí claramente formulada la teoría racionalista de la moral independiente, tan acariciada hoy por nuestros filósofos, sociólogos y políticos revolucionarios, algunos de los cuales afectan, al parecer, pretensiones de originalidad, apellidándola moral universal, sin tener en cuenta que si lo que se llama moral independiente depende exclusivamente de la razón humana, debe constituir una moral universal; porque universal es la razón, y obligatorio para todo hombre lo que esta prescribe como perteneciente al orden moral.
Examinemos ahora lo que hay de verdad en esa teoría. Cuando se habla de moral independiente y se afirma que la razón por sí sola puede constituir una moral completa y perfecta, ¿se quiere significar que la razón humana puede descubrir y demostrar el conjunto de ideas morales que encierra el cristianismo, como enseñaba Kant, fundador y padre de esta teoría? En este caso, salta a la vista lo absurdo de semejante teoría, bastando tener en cuenta al efecto las indicaciones arriba consignadas sobre las diferencias radicales y profundas que separan la moral filosófica o puramente racional, de la moral cristiana, la cual envuelve preceptos basados exclusivamente sobre los dogmas revelados y sobre la ley positiva divina, a no ser que Kant y los partidarios de la moral independiente se comprometan a descubrir y demostrarnos, ateniéndose únicamente a la razón humana, que el hombre tiene el deber de bautizarse, que está obligado a recibir la Eucaristía, a creer los misterios de la Trinidad y la Encarnación, &c., &c.
Ya nos parece oír a los partidarios de la moral independiente, que, dando un paso atrás, nos dicen: «No se trata de la identificación o igualdad absoluta de la moral independiente con la moral cristiana, sino de la posibilidad y fuerzas por parte de la razón humana, para formular y constituir un sistema de moral tan completo y acabado, que su práctica determine la mayor perfección moral posible del hombre en el orden individual y social; o en otros términos: la razón [387] humana, abandonada a sus propias fuerzas, puede descubrir y adoptar todas las máximas morales que encierra el cristianismo, excluyendo únicamente las que pertenecen al orden puramente sobrenatural y divino.»
Por de pronto, conviene notar que los mismos términos del problema envuelven implícitamente cierta contradicción, toda vez que, por una parte, se establece la posibilidad de una perfección moral absoluta y connatural al hombre, y por otra, se supone la posibilidad de una mayor perfección moral comunicada al mismo en virtud o por medio de la moral cristiana, en cuanto sobrenatural, divina y revelada. En realidad de verdad, esto vale tanto como reconocer implícitamente la necesidad de la moral cristiana para la perfección verdadera, absoluta y completa del hombre en el orden moral, y por consiguiente, equivale a reconocer que la razón humana, abandonada a sus propias fuerzas, es impotente para descubrir todas las máximas morales que contribuir pueden eficazmente a la perfección del individuo y de la sociedad. Esta sola reflexión bastaría para rechazar la posibilidad y existencia de la moral independiente, aun considerada en su movimiento de retirada, por decirlo así, desde el término absoluto en que la colocara su principal representante, el filósofo de Koenisberg.
He aquí, sin embargo, algunas otras reflexiones, que descubren más y más el vacío y la inexactitud de semejante teoría.
Los partidarios de ésta suelen aducir como prueba de su verdad el hecho de que un racionalista puede hoy proclamar, conocer y demostrar todas las máximas morales del cristianismo, con exclusión únicamente de las sobrenaturales y de las que radican en la ley divina, como ley positiva y añadida a la ley natural. ¿No vemos filósofos racionalistas que admiten todas las máximas de la moral cristiana, reconociendo y proclamando su bondad intrínseca y su conformidad con la razón natural y con la ciencia?
He aquí el argumento principal en que se apoyan los partidarios de la moral independiente, y he aquí un argumento [388] cuya fuerza aparente bastarán a disipar breves palabras, porque envuelve y lleva en su fondo un verdadero sofisma.
En primer lugar, no es lo mismo conocer una verdad, que inventarla o descubrirla; no es lo mismo conocer la excelencia, bondad naturaleza y aplicaciones de una cosa, después que ha sido descubierta y enseñada por otros, que descubrirla por sí mismo y con sus propias fuerzas. Una vez puesto el hombre en posesión de las máximas de la moral cristiana, no hay dificultad especial en reconocer su bondad y su relación armónica con la razón; pero esto no prueba de ninguna manera que esta por sí sola puede descubrirla y constituirla con igual facilidad. Afirmar esto sería lo mismo que afirmar que el descubrimiento del cálculo infinitesimal y de las leyes de Kepler, son cosas al alcance de la generosidad de los hombres, toda vez que basta una razón vulgar para conocer su naturaleza, su exactitud y sus aplicaciones. Si alguno me dice: la razón que posee el individuo A es suficiente para reconocer la verdad, resultados y exactitud del cálculo infinitesimal: luego es suficiente también para descubrirlo por primera vez; la consecuencia sería, a no dudarlo, ilegítima, siendo incontestable que semejante descubrimiento exige un desarrollo y poderío de la razón, muy superior al que basta para su simple conocimiento después de realizado el descubrimiento. Aplíquese esta observación a la objeción presente, y se verá que envuelve un verdadero sofisma, pasando del simple conocimiento al descubrimiento y constitución originaria de la cosa, tránsito que ni la experiencia, ni la observación, ni la lógica autorizan.
Pero hay más todavía. Queremos conceder gratuitamente a los partidarios de la moral independiente, en el sentido arriba explicado, que el racionalista de nuestros días puede no solo conocer, sino constituir y formular un sistema de moral idéntico al que encierra la moral cristiana, con precisión o abstracción de la parte puramente revelada y positiva. ¿Se podrá decir con verdad por eso, que la razón humana se ha elevado por sí sola al descubrimiento y constitución de ese sistema de moral? De ninguna manera: porque el racionalista [389] de nuestros días, el racionalista a que alude el argumento, vive y se mueve en una atmósfera esencialmente cristiana, de la cual no puede prescindir por completo, a pesar de todos sus esfuerzos. La idea cristiana se halla embebida en todo cuanto rodea las sociedades hoy civilizadas. Desde la infancia hasta el sepulcro, el hombre de la presente civilización, protestante o católico, racionalista o creyente, espiritualista o materialista, europeo o africano, asiático o americano, se halla en contacto necesario, permanente, íntimo, invisible, inconsciente, si se quiere, con la idea cristiana. La encuentra en todas partes, penetra en su pensamiento por cien caminos ocultos y desapercibidos, hállase encarnada en su vida intelectual, pudiendo decirse que respira y que fecundiza su razón hasta cuando la combate y se esfuerza en apartarla de sí. Luego aun admitida la hipótesis del hecho afirmado en el argumento, no se podría inferir legítimamente la posibilidad de esa moral independiente, perfecta e identificada con la moral cristiana con las solas fuerzas de la razón humana; porque la razón humana, en su estado y condiciones actuales, se halla robustecida, elevada, vivificada y perfeccionada por la influencia y bajo la acción tan universales como enérgicas y poderosas del cristianismo. En resumen: todos los argumentos o pruebas de hecho que a favor de su teoría aduzcan los partidarios de la teoría racionalista de la moral independiente, flaquearán por su base y carecerán de valor lógico, mientras no nos presenten una moral independiente, perfecta y equivalente a la moral cristiana, descubierta y formulada por un hombre que no posea noción o idea alguna de la religión cristiana.
Y esto nos conduce naturalmente a otra reflexión muy a propósito para desvirtuar la fuerza de la objeción a que se acaba de contestar, al propio tiempo que constituye una prueba directa de la impotencia de la razón humana para constituir y formular esa moral independiente, tal cual la conciben sus partidarios.
Esta orgullosa pretensión del racionalismo moderno se halla rechazada y condenada por la historia. Porque si la [390] historia de la humanidad significa algo en el mundo; si hay algo que pueda decirse demostrado por esta historia, es precisamente la impotencia de la razón para constituir, descubrir, y mucho más todavía, para sancionar, imponer y autorizar por sí sola, un sistema de moral que pueda ponerse en parangón con la moral cristiana. Examínese el movimiento histórico de la humanidad verificado fuera de la esfera del cristianismo, y no se encontrarán más que ensayos muy incompletos de moral, y aun esos llenos de máximas erróneas y degradantes. Examínese ese movimiento histórico, hasta en el período más brillante del desarrollo científico y de la elevación de la razón humana, en el período de Sócrates, Platón y de Aristóteles, y se la verá vacilar a cada paso, tropezar, extraviarse y caer, adoptando y profesando los errores más groseros y máximas las más absurdas e inconcebibles en el orden moral. Ciertamente que cuando vemos a Platón, al divino Platón, al discípulo predilecto de Sócrates, aniquilar la propiedad y ahogar la vida de la familia, y ensalzar la esclavitud, y aprobar el infanticidio y la comunidad de mujeres, se necesita toda la pasión del racionalismo contra la doctrina católica, y todo el orgullo de cierta raza de sabios contemporáneos, para proclamar la competencia omnímoda de la razón humana, en orden a descubrir y formular la moral del cristianismo.
Y si del terreno histórico-filosófico, en general, pasamos al terreno de los hechos concretos, hallaremos en estos una brillante contraprueba de la demostración histórica. Busquemos en los sistemas de moral independiente formulados por los racionalistas -y eso que no han podido prescindir de la influencia de la idea cristiana, como hemos visto- busquemos en las teorías puramente racionalistas algo que se parezca al sermón de la montaña, algo que se parezca a la abnegación de la vida monacal, algo que se parezca a la castidad cristiana, algo, que en fin, que se parezca a la idea y el sentimiento de la humildad vivificada y practicada por el católico, y veremos que en vez de ésta, el racionalismo sólo nos presenta la condenación árida y estéril del orgullo, cuya [391] existencia y fealdad reconoce, pero que pretenderá curar con el contrapeso de una modestia que no será otra cosa en el fondo más que la imitación artística de la humildad cristiana, única que puede atacar en su raíz el orgullo humano, porque recibe de la doctrina cristiana, rechazada por el racionalismo, su fuerza y sanción, y arranca de la idea católica sobre la subordinación y dependencia absoluta del hombre con relación a Dios.
Que si del orden teórico-doctrinal descendemos al orden práctico, se presenta más de bulto la insuficiencia e inferioridad relativa de la moral independiente o racionalista. La perfección moral y la práctica de la virtud es la piedra de toque, destinada a revelar la bondad y excelencia de la teoría moral a que se refieren. Ahora bien: dígasenos de buena fe si la probidad moral que llena las aspiraciones del racionalismo, si los hombres de bien del racionalismo, puede ponerse en parangón con la verdadera virtud cristiana, con la hermana de la caridad, con el misionero católico, con los hombres de bien del cristianismo, con los hombres cuya conducta moral se halle informada por el espíritu y las máximas del Evangelio. ¿Hay algo, finalmente, en el racionalismo y en las teorías de moral independiente, capaz de realizar ese gran fenómeno de la moral cristiana, que conocemos bajo el nombre de santidad? Hasta ahora, y bien puede asegurarse que lo mismo sucederá en el porvenir, los partidarios de la moral independiente no han podido ofrecernos un hombre que haya poseído las virtudes puramente morales, con la perfección que distingue a los hombres que el cristianismo ha formado, y que la historia apellida Vicente de Paul, Teresa de Jesús, Francisco de Sales, más millares y millares de antecesores y sucesores de sus virtudes.
Reasumimos ahora en pocas palabras, las deducciones legítimas de lo expuesto acerca de la moral independiente.
1º Si por moral independiente se entiende con Kant y Marheineke, un sistema moral que encierre todas las máximas y preceptos contenidos en el cristianismo en orden a la perfección moral del hombre, se debe reconocer en la razón humana [392] una imposibilidad absoluta y completa de obtener este resultado por sus propias fuerzas, toda vez que la moral cristiana, considerada en su conjunto y totalidad, contiene máximas y preceptos dependientes de la libre voluntad de Dios, y por otra parte, radica en dogmas y hechos sobrenaturales, fuera del alcance de la razón humana.
2º Si se entiende por este nombre un sistema de moral que contenga todas las máximas de la moral cristiana, con excepción únicamente de las pertenecientes al orden sobrenatural, lo que más se puede conceder a la razón humana, es la posibilidad física para realizar esto, pero negándole absolutamente la posibilidad moral. En otros términos: el descubrimiento y constitución de un sistema moral tan perfecto, en el sentido indicado, como el que abraza el cristianismo, no puede decirse colocado fuera de la esfera total y absoluta de la razón humana, como se hallan colocadas las verdades o misterios de la revelación; pero atendida la imperfección de la razón humana, atendida la oscuridad e ignorancia derivada del pecado original, y atendido, sobre todo, el conjunto de dificultades y obstáculos que reciben poderoso incremento cuando se trata del orden moral, a causa de las preocupaciones, ocasiones y pasiones en sentido contrario que se atraviesan en el camino, resulta tan grande el cúmulo de dificultades y obstáculos que a la razón humana rodean con relación al descubrimiento indicado, que bien puede abrigarse la seguridad que no llegará jamás este caso, y en este sentido decimos, que hay imposibilidad moral por parte de la razón aislada, o abandonada a sus propias fuerzas.
3º Si se trata, no del descubrimiento y constitución originario de esta moral, sino de su conocimiento, o mejor dicho, de reconocer su bondad y conformidad con la razón, después de descubierta, enseñada y practicada, como sucede hoy con la moral cristiana, todavía podemos decir que hay imposibilidad moral para la razón; porque es muy difícil que ésta, abandonada verdaderamente a sus fuerzas, sin contacto [393] alguno con la idea cristiana, llegue a reconocer y comprender la bondad y excelencia de todas y cada una de las máximas morales del cristianismo, aunque le fueran propuestas o presentadas por otro hombre. Sin embargo, esta imposibilidad moral sería y es, sin duda, menor que la que se refiere al descubrimiento de estas mismas máximas de la moral cristiana.
Sección primera
Moral general o Nomología
En virtud de lo que dejamos consignado acerca de las íntimas relaciones que existen entre la Moral y el Derecho natural, relaciones que impiden establecer una separación completa entre las dos, adoptamos aquí una división análoga a la de santo Tomás, tratando primero en general, de lo que pertenece a la moralidad del acto humano, y pasando después a tratar de la moralidad aplicada a ciertos y determinados actos humanos, y especialmente a los externos y a los que dicen relación a otros seres, ya sean estos singulares, como Dios y los individuos humanos, ya sean colectivos, como la familia y la sociedad. De aquí la división que hacemos de la Moral, en Nomología o moral general, y Deontología o moral especial. Ésta segunda podría también denominarse Derecho natural, jus naturae, en el sentido que dejamos explicado en el capítulo anterior. [395]
Capítulo primeroOrigen primitivo de la moralidad en los actos humanos
Artículo I
Los actos humanos con relación a un fin último.
Para comprender la naturaleza de las relaciones posibles, entre las acciones humanas y lo que constituye su fin, es preciso tener en cuenta las siguientes
Observaciones y nociones preliminares:
1ª Fin, en general, es la cosa que el agente intenta conseguir por medio de su acción. Y como quiera que todo ser tiende naturalmente a su perfección, síguese de aquí que todo fin, en cuanto tal, tiene razón de bien y coincide con la perfección del operante. Concretándonos ahora al hombre como agente dotado de inteligencia y libertad, diremos que el fin de sus acciones es el bien que se propone conseguir por medio de sus actos.
2ª De aquí se deduce: 1º que respecto de la voluntad humana el bien y el fin son una misma cosa, en el sentido de que la voluntad nada puede apetecer sino bajo la razón de [396] bien: 2º que una misma cosa se llama bien en cuanto envuelve conveniencia y ecuación con la voluntad, y fin en cuanto dice relación con los medios destinados para su consecución: 3º que la voluntad no se mueve ni obra, si no es atraída e incitada a ello por algún bien verdadero o aparente: 4º que el fin último, sólo puede ser un bien cuya consecución y posesión lleve consigo la perfección adecuada y completa del hombre, y que llene, por consiguiente, todos sus deseos y aspiraciones al bien.
3ª El fin, considerado en el orden objetivo e ideal, es el primer principio de la acción humana, porque es lo que determina al hombre a poner la acción; pero considerado en el orden subjetivo o de ejecución, es el término de la misma. La salud concebida por el enfermo como buena, es lo primero que le determina a tomar la medicina; y la misma salud realizada o conseguida, es el término real de esta acción. Esto es lo que querían significar los Escolásticos cuando decían: finis est primum in intentione, et ultimum in executione.
4ª Las principales divisiones del fin, son:
a) Fin último, y fin intermedio. El primero es el bien que es apetecido o intentado por sí mismo, o sea como última y completa perfección del operante. El segundo se llama intermedio, porque la bondad que encierra, sólo es apetecida y buscada, o como una participación, o como un medio respecto de lo que es último fin.
b) Fin qui, o sea la cosa que se intenta conseguir; fin quo, o sea la posesión del bien intentado; fin cui, o sea la persona a quien se desea el bien. El primero solía denominarse en las Escuelas, fin objetivo, y el segundo, fin formal.
c) Fin de la obra, finis operis, o sea el fin al cual tiende de su naturaleza la obra: fin del operante, finis operantis, o sea el bien que el agente se propone conseguir por medio de su acción. El alivio del pobre es el finis operis de la limosna: la gloria vana puede ser el finis operantis de la misma, por parte del que la hace.
Veamos ahora lo que nos dicen la experiencia y la razón acerca del último fin de las acciones humanas. ¿Qué es lo que [397] se propone el hombre como último fin en todos los actos que realiza como ser inteligente y libre? El bien universal, es decir, la posesión de un bien que llene todos sus deseos y todas sus aspiraciones; la plenitud del bien y de la perfección posible en su naturaleza. Si busca las riquezas, y si desea la salud, y si se entrega a los placeres, y si aspira a la ciencia, y si practica la virtud, es siempre porque concibe y considera estas cosas, o como medios para llegar a la posesión del bien absoluto y completo, o como participaciones de éste, como derivaciones y fases parciales de la perfección absoluta y adecuada, como partes del bien universal, como elementos y manifestaciones incompletas de la felicidad perfecta, de la bienaventuranza completa. Es cierto que no siempre pensamos explícitamente en estas relaciones de los fines particulares con el fin último; pero no es menos cierta que por eso la realidad de estas relaciones, y que basta un ligero análisis y la más ligera reflexión, para reconocer que todos los actos que realizamos con libertad y deliberación para conseguir los innumerables bienes particulares y finitos que encontramos en nuestro camino no son más que manifestaciones diferentes y derivaciones múltiples de la aspiración tan constante como enérgica que existe en el fondo de nuestro corazón al bien universal y a la perfección o felicidad completa, aspiración que constituye la ley de gravitación moral del alma humana hacia Dios.
Porque si la experiencia nos demuestra evidentemente que el bien o la felicidad universal, considerada en abstracto, constituyen el fin último de todas las acciones humanas, la razón a su vez nos demuestra con toda evidencia, que en sólo Dios, bondad suma e infinita, puede realizarse y concretarse este bien universal, centro y término de todas las aspiraciones del hombre. Luego en sólo Dios tiene una existencia real y objetiva del bien, cuya posesión constituir puede la felicidad y perfección absoluta del hombre. Por eso decían con razón los Escolásticos, que sólo Dios constituye la felicidad objetiva del hombre y su último fin material, es decir, concreto y efectivo. [398]
«Sólo Dios, dice santo Tomás, puede llenar la voluntad del hombre:» Solus Deus voluntatem hominis implere potest; y la inducción y la experiencia viene en apoyo de su afirmación. La inducción, que nos enseña a costa de una experiencia de todos los días, y a las veces dolorosa y triste, que ninguno de los bienes que nos rodean y que en la vida presente podemos alcanzar, puede llenar las aspiraciones de nuestro corazón; que muchos de estos bienes pertenecen indiferentemente a buenos y malos; que dependen de mil causas accidentales; que dejan al alma con sentimiento de inquietud y remordimiento, y siempre con el de su insuficiencia, con más el sentimiento de su instabilidad, de su carácter transitorio y de su amisibilidad con la vida.
La inducción y la experiencia, al presentarnos todos los bienes que en la vida presente puede conseguir y disfrutar el hombre, constituyen igualmente una demostración práctica y elocuente de que sólo en Dios, bondad suma, perfección infinita y sempiterna, justicia viviente, verdad absoluta, origen del ser y principio inmutable del orden creado, puede encontrar el corazón del hombre término adecuado de sus aspiraciones al bien y a la perfección, su último fin, en una palabra.
La razón, por su parte, corrobora este resultado de la inducción. Porque la amplitud y capacidad de la voluntad en orden al bien, está necesariamente en relación y armonía con la amplitud y capacidad del entendimiento en orden a la verdad y al ser; puesto que la voluntad no es otra cosa que la inclinación y tendencia al bien en cuanto percibido y conocido por la razón, y es altamente filosófica la denominación de apetito o energía racional, que damos a la voluntad. Es así que la razón humana posee la idea del infinito, y concibe la infinidad del bien, y demuestra que existe un Ser que posee todas las perfecciones en grado infinito, como hemos visto en la Ontología y en la Teodicea: luego el movimiento y aspiración de la voluntad humana al bien, no pueden llenarse ni cesar, sino con la posesión de un bien infinito. Luego Dios, único bien infinito, constituye el fin último, [399] verdadero, concreto, real y viviente de las acciones humanas (1).
{(1) «Omnis creatura, escribe santo Tomás a este propósito, habet bonitatem participatam. Objectum autem voluntatis, quae est appetitus humanus, est universale bonum, sicut objectum intelectus est universale verum. Ex quo patet, quod nihil potest quietare voluntatem; nisi bonum universale.» Sum. Theol. 1ª, 2. cuest. 2ª, art. 8º.}
Notables son las consecuencias que se desprenden de la doctrina aquí expuesta.
La primera y la más importante en el terreno de la ciencia, es que el origen primitivo y la razón suficiente a priori de la moralidad de los actos humanos, se halla en Dios como último fin del hombre. Dios, que al crear al mundo y al hombre, los creó libremente para manifestar sus perfecciones, es el fin último del hombre, como lo es del mundo; y lo es de tal manera, que no puede dejar de serlo, puesto que, como se ha visto en la Teodicea, la bondad del hombre y del mundo es una derivación de la bondad divina, una participación y reflejo de su ser, una revelación de su infinita bondad, la cual, por consiguiente, es el término y el objeto necesario del acto divino, al llamar a la existencia a las criaturas. Luego Dios, por el solo hecho de constituir necesariamente el último fin del hombre, viene a ser la regla fundamental y primitiva de la moralidad de sus acciones. Éstas, en efecto, en tanto serán buenas, porque y en cuanto por medio de ellas el hombre tiende a Dios como a su último fin, relación que constituye la base del orden moral humano.
En último análisis, y si bien se reflexiona, una acción es buena o mala, según que por medio de ella nos acercamos o alejamos de Dios como último fin real y viviente del hombre. Por eso dice con mucha razón santo Tomás, que la «rectitud o bondad de la voluntad se constituye por el orden debido al fin último:» rectitudo voluntatis est per debitum ordinem ad finem ultimum.
Ni se opone a esto el que nosotros no juzgamos directa e [400] inmediatamente de la bondad o malicia moral de una acción, por su conformidad o relación con Dios como último fin de la misma, sino atendiendo a su conformidad con la ley natural, con la razón, con la conciencia, &c.: pues esto procede de que no nos es dado en la vida presente y en la imperfección de nuestros conocimientos, percibir de una manera directa, inmediata y como a priori, la ecuación entre el acto y el último fin, y por eso necesitamos recurrir a considerar el acto en sus relaciones con el objeto, la razón, la ley, &c., los cuales nos sirven como de medios a posteriori para reconocer su ecuación y conformidad con Dios como último fin. Empero claro es que esto no impide que esta ecuación constituya realmente la razón a priori primitiva de la moralidad del acto, la regla fundamental a al cual vienen a reducirse las reglas particulares, y el primer principio en el cual se resuelven y condensan finalmente los demás principios de la moralidad. Sucede aquí una cosa análoga a la que hemos observado al tratar de la verdad transcendental. Por más que sea cierto que la verdad transcendental de la cosa consiste en su conformidad y ecuación con el entendimiento divino, cuando se trata, sin embargo, de reconocer si el cuerpo A posee o no la verdad transcendental del oro, o lo que es lo mismo, si es verdadero oro, nos vemos precisados a servirnos de procedimientos a posteriori, examinando sus propiedades externas, porque ni poseemos la intuicion inmediata y directa de la esencia del oro, ni tampoco de su relación concreta con la idea que le corresponde en el entendimiento divino.
La segunda y no menos importante consecuencia de la doctrina antes consignada, es que son inadmisibles y absurdas en buena filosofía: 1º todas aquellas teorías morales que colocan el fin último de las acciones humanas en algún bien finito, o mejor dicho, en cualquier bien que no sea el mismo Dios: 2º que las señales como principio y término del acto moral, una bondad abstracta e ideal, en lugar de un ser viviente, real, singular y concreto. Luego deben rechazarse como inexactas y erróneas, [401]
a) La teoría de Kant, el cual hace depender la moralidad del acto humano de la fórmula abstracta de la ley del deber. Hablar del deber a una razón finita y una voluntad vacilante, sin presentar este deber como la tendencia natural y racional a la perfección completa del agente; hablar de una ley moral del deber, que manda lo que es preciso obrar y prohibe lo que se debe evitar, sin relacionar esta ley con un legislador que pueda servirle de principio, de sanción y de premio; hablar de deber, de ley y de bien moral, sin personificar todo esto el algún objeto, capaz de realizar la perfección completa y real del hombre, dando cumplida satisfacción y término a su aspiración constante e irresistible, natural y voluntaria a la vez hacia la verdad y el bien, es reducir la moral a un estoicismo, tan estéril como impotente e ineficaz para obrar el bien con energía y perseverancia; es formular una moral esencialmente racionalista, cuya voz y cuya influencia serían fácilmente ahogadas por la voz de las pasiones y por la influencia de los intereses.
b) La teoría de los epicúreos, así antiguos como modernos, a la cual se reducen los sistemas socialistas de Saint-Simon, Fourier y Owen, basados todos ellos, bajo una forma u otra, en la plena satisfacción de las pasiones humanas (1); lo cual, equivale a negar la existencia de un destino final para el hombre, y hasta la posibilidad de un bien capaz de llenar las aspiraciones del corazón humano.
{(1) Proclamer, dice Reybaud después de exponer las teorías de estos tres reformadores sociales, la legititimé absolute, ilimetée des passions... c'est pourtant ce qu'ont fait nos trois reformateurs, ce qu'ils ont dit, ce qu'ils ont enseigné... Ceder á la nature, s'abandonner aux apels des sens, jouir de tout sans mesure et sans réserve, voilá la vertu... La loi qui gouvernant l'ille de Circé á trouvé des commentateurs et des apotres. L'un d'eux l'eleve à la hauteur d'un principe religieux, l'autre en fait un ressort social, le troisiéme un agent esséntiel de nos destinees.» Etudes sur les Reformateurs, t. I, pág. 296.}
c) La teoría del filantropismo, según la cual la beneficencia [402] es el único y último fin que debe proponerse la voluntad humana en sus actos. Porque ni todas las acciones humanas se refieren a otros hombres, ni, concretándonos a las que a estos se refieren, encuentra en ellas la voluntad humana el término de sus aspiraciones, ni de su perfección posible, siendo por lo tanto necesario que, explícita o implícitamente, ordene y dirija estas acciones a otro fin ulterior.
d) La teoría utilitaria, que no reconoce otro fin a las acciones humanas que la utilidad y el bienestar del operante. Esta teoría es, sin duda, la más seguida en la práctica, no sólo con relación a las acciones individuales, sino también con relación a los asuntos sociales y políticos, verificándose con demasiada frecuencia que las prescripciones de la ley natural y del orden moral, son atropelladas por lo que se llama utilidad pública y razón de Estado. Y, sin embargo, la verdad es que si Dios es el último fin de toda la creación, y con especialidad del hombre dotado de inteligencia y libertad, las acciones de éste, ya sean individuales, ya sean sociales y políticas, por medio de las cuales se prepara y tiende a este último fin, que es a la vez su última y verdadera perfección, deben ser reguladas y dirigidas, no por la utilidad privada o pública, sino por la moralidad interna y esencial, derivada de la ley natural y de la razón.
Y aquí conviene advertir que por extraño que a primera vista parezca, los defensores del panteísmo entran lógicamente en el cuadro de la teoría utilitaria. La utilidad absoluta de la sustancia, la identidad y unidad del Ser, conduce necesariamente a la negación del libre albedrío y de la distinción real entre el bien y el mal: los actos del hombre son el resultado y la expresión de una causalidad fatal, lo mismo que los fenómenos de la naturaleza.
Cierto es que algunos panteístas procuran atenuar y disimular las consecuencias a que su teoría conduce sobre esta materia; pero también lo es que la lógica, al sobreponerse en otros a toda hesitación, y salvando reticencias y reservas, reconoce paladinamente la necesidad de profesar el principio utilitario. Véase en confirmación de esto, cómo se expresa [403] Espinosa, el más lógico de los panteístas: «Ninguna cosa es buena ni mala en sí misma... Todo hombre no solamente tiene el derecho de buscar su bien, su placer, sino que no puede obrar de otra manera... La medida del derecho de cada uno es su poder... Así como el sabio tiene derecho absoluto de obrar todo lo que su razón le dicta, o sea de vivir según las leyes de la razón, así también el ignorante tiene derecho a todo lo que el apetito le aconseja, o sea vivir según las leyes del apetito... De donde inferimos que un pacto no tiene valor, sino a causa y en virtud de su utilidad; si la utilidad desaparece, se desvanece con ella el pacto y pierde toda su autoridad.» {(1) OEuvres de Spinoza, trad. por E. Saisset, t. I, pág. CLIX.}.
Artículo II
El destino final del hombre y la vida presente.
Observaciones:
1ª Si el último fin del hombre y de sus acciones es Dios, Verdad primera, Bondad universal y Perfección absoluta, como se ha demostrado en el artículo anterior, es consiguiente que la felicidad perfecta del hombre, o sea su perfección última y adecuada, sea el resultado inmediato de su unión posesiva con Dios. En otros términos: Dios, bien sumo, es el objeto final y el término universal de todas las acciones morales, y bajo este punto de vista, constituye la felicidad objetiva del hombre: la consecución de Dios, y la consiguiente posesión efectiva del bien infinito, constituye la felicidad formal del mismo. [404]
2ª De aquí se infiere que el fin total de los actos humanos, y el principio primitivo adecuado de su moralidad, abraza simultáneamente a Dios y la perfección subjetiva que resulta de su posesión: Dios entra como objeto primario y razón suficiente a priori de la moralidad del acto; la felicidad o perfección subjetiva entra como efecto y resultado natural de la posesión de Dios, conseguida y realizada en virtud del acto moral. Luego el bienestar o utilidad del operante, aun tomada esta utilidad en un sentido muy diferente y superior en todo caso al que le da la escuela utilitaria, no puede decirse que sea el motivo principal y exclusivo, ni menos el fundamento o principio directo y único de la moralidad de los actos humanos.
3ª La felicidad perfecta formal, envuelve en su concepto la posesión completa del bien, de manera que esta posesión llene todos los deseos y aspiraciones del hombre, determinando él la quietud, satisfacción y descanso de todo su ser y de todas sus potencias. Por eso la definía Boecio: Status omnium bonorum aggregatione perfectus (1).
{(1) Los Escolásticos dividían esta felicidad en felicidad perfecta quoad statum, como si dijéramos, felicidad considerada en todas sus manifestaciones en el orden real, que es la misma que se acaba de definir; y en felicidad perfecta quoad essentiam, entendiéndose por ésta, aquel acto que se considera como principal y primario en la posesión del bien sumo, y como raíz de los demás actos que se concurren a la posesión plena o quoad statum.}
4ª Como no faltan filósofos en nuestros días que colocan el destino final del hombre en el progreso y desarrollo sucesivo e indefinido de la humanidad, bueno será manifestar lo erróneo de semejante afirmación. [405]
Tesis 1ª
La felicidad última y perfecta del hombre no puede consistir en el progreso continuo e indefinido del género humano.
Pruebas:
1ª Todas las razones aducidas en el artículo anterior para demostrar que la felicidad del hombre consiste en la posesión de Dios, bien universal, infinito y viviente, y como tal, último fin del hombre, demuestran ex consequenti la verdad de nuestra tesis. Por otra parte, la afirmación que en ella se rechaza es una derivación lógica y natural del panteísmo, para el cual la humanidad no es más que una fase o evolución de la sustancia divina. Luego cuantas razones hemos aducido en la cosmología y militan contra el panteísmo, militan igualmente contra esta teoría.
2ª Decir que la felicidad o destino final del hombre consiste en el progreso indefinido de la humanidad, equivale a afirmar que el hombre nunca realizará su destino final, ni conseguirá la felicidad última y perfecta, y por consiguiente, que la aspiración del hombre a la felicidad le ha sido concedida por el Autor de la naturaleza para su tormento y perpetuo sufrimiento. En efecto; si la felicidad del hombre se identifica con el desarrollo indefinido de la humanidad, esta felicidad no será perfecta y completa, sino cuando la humanidad llegue al término de este desarrollo, término al cual nunca puede llegar, toda vez que el movimiento se supone indefinido o sin fin. Luego, en buenos términos, semejante teoría equivale a afirmar que no existe ni es posible la felicidad perfecta para el hombre, y que jamás puede llegar al término o consecución de su destino.
3ª Añádase a esto, que en semejante teoría cada hombre singular carecería en realidad hasta de la posibilidad de alcanzar la felicidad y perfección última, puesto que todos, o al menos la mayor parte de los individuos, dejarían de existir antes que se realizara ese movimiento o desarrollo [406] indefinido, en el cual se hace consistir la felicidad y perfección del hombre.
Estas reflexiones conducen naturalmente a la doctrina de la moral cristiana, que nos enseña que la felicidad completa del hombre es incompatible con el estado y condiciones de la vida presente, doctrina que expresa la siguiente
Tesis 2ª
El hombre no puede alcanzar la felicidad perfecta en la vida presente,
aunque sí puede conseguir una felicidad imperfecta y relativa.
La primera parte de la tesis se presenta evidente para cualquiera que fije su atención en las siguientes sencillas reflexiones:
1ª La felicidad no puede ser perfecta sino a condición de ser completa, llenando todos los deseos y aspiraciones posibles del hombre: es así que esto no puede verificarse en la vida presente, porque cualquiera que sea la suma del bien que se posee, lleva consigo, cuando menos, el temor de su pérdida en la muerte y con la muerte: luego repugna absolutamente que la felicidad del hombre sea perfecta en la vida presente.
2ª La experiencia enseña con demasiada fuerza y claridad, que jamás ha existido un hombre en posesión de la felicidad perfecta, o cuya felicidad haya sido de tal naturaleza que nada pudiera desear. Y esta experiencia se halla en completa armonía con lo que la razón y la ciencia enseñan acerca de Dios como último fin del hombre. Porque si Dios constituye el último fin del hombre, según hemos visto arriba, la felicidad completa y verdadera de éste, sólo puede consistir en la posesión perfecta de Dios, realizada por medio del entendimiento y voluntad, toda vez que Dios es un bien inteligible y una esencia inmaterial. ¿Y no es a todas luces evidente, que la imperfección de nuestro conocimiento, la flexibilidad de nuestra voluntad y su debilidad en orden al mal; que la ignorancia que rodea al primero, y las pasiones que [407] arrastran, debilitan y envilecen a la segunda, no permiten de ninguna manera que la posesión de Dios sea completa o perfecta en esta vida?
3ª Estas razones adquieren mayor valor y fuerza, si se tiene en cuenta que en el orden actual de la Providencia divina, y en virtud de la elevación del hombre al orden de la gracia y de la redención por Jesucristo, la felicidad natural del hombre es inseparable de su felicidad sobrenatural y gratuita, consistente en la visión inmediata e intuitiva de la esencia divina, intuición a que el hombre no puede llegar en la vida presente, y que, aun en la futura, sólo consigue y realiza mediante un auxilio especial de Dios, el mismo que los teólogos apellidan lumen gloriae.
«La consumación o perfección del hombre, escribe santo Tomás {(1) Opusc. 3º, cap. 149.}, tiene lugar en la consecución del último fin, consecución que constituye la perfecta bienaventuranza o felicidad, la cual consiste en la visión de Dios. A esta visión de Dios, es consiguiente y va unida la inmutabilidad del entendimiento; porque cuando se haya llegado a la visión de la causa primera, en la cual se pueden conocer todas las cosas, cesa la investigación del entendimiento. Cesará también el movimiento de la voluntad; porque, una vez conseguido el último fin, en el cual se encuentra la plenitud del bien, nada queda ya que desear, y la voluntad se muda, deseando algo que todavía no tiene.
En la última consumación de su destino, añade después {(1) Ibid., cap. 150.}, el hombre consigue la eternidad de la vida, no sólo en cuanto a permanecer eternamente, lo cual le conviene por el sólo hecho de tener un alma inmortal, sino también en cuanto que alcanza una inmutabilidad perfecta.
El último fin del hombre {(1) Sum. Con. Gent., lib. III, cap. 48.} termina y llena todos sus [408] deseos, de manera que, una vez poseído, ninguna otra cosa desea; pues si aun deseara algo, ya no podría decirse que descansa en el último fin. Es así que esto no puede verificarse en esta vida, porque durante ella, cuanto uno más conoce y sabe, tanto más se aumenta en él el deseo de saber... a no ser que haya alguno que lo conozca todo, cosa que a ningún puro hombre ha sucedido jamás, ni es posible que suceda... Luego no es posible que la última felicidad del hombre se realice en la vida presente.
Consiste, pues, la felicidad última del hombre en el conocimiento de Dios, que su inteligencia alcanzará después de esta vida.
Veremos a Dios inmediatamente... y en virtud de esta visión nos asemejamos a Dios de un modo especial, haciéndonos participantes de su misma bienaventuranza... y en esto consiste la felicidad perfecta del hombre.»
Al consignar estos pasajes, no podemos menos de exclamar con el mismo santo Doctor: «Avergüéncense, pues, los que buscan en cosas ínfimas la felicidad del hombre, en punto tan alto colocada:» Erubescant igitur, qui faelicitatem hominis tan altissime sitam, in infimis rebus quaerunt.
Por lo que hace a la segunda parte de la tesis, es un corolario lógico de la primera. Porque si la felicidad perfecta y última del hombre, asequible en la vida futura, consiste en la posesión de Dios por medio de su conocimiento y amor perfectísimos, claro es que la única y verdadera felicidad compatible con el estado y condiciones de la vida presente, sólo puede consistir en el conocimiento y amor más o menos perfecto de Dios, ya por la analogía y semejanza que encierran con los que constituyen la felicidad perfecta, ya porque Dios es el objeto más noble y digno de nuestra inteligencia y voluntad, ya finalmente, y con especialidad, porque por medio de estos nos acercamos a Dios en el orden moral, toda vez que la virtud que nos sirve de medio y de mérito para llegar hasta la posesión de Dios en la otra vida, no es otra cosa en el fondo que el amor de Dios como bien sumo, como santidad infinita, como principio y legislador del orden moral. [409]
La virtud, pues, basada sobre el conocimiento de Dios y relacionada con sus atributos morales, constituye el elemento principal, aunque no el único, de la felicidad posible al hombre en la vida presente; porque si bien los demás bienes temporales, como salud, riquezas, honor, amigos, &c., pueden formar parte de esta felicidad terrestre, siempre es a condición de hallarse subordinados a la virtud, única que puede darles valor moral y real con relación a la felicidad perfecta y última del hombre, y con relación a Dios, como fin último y bien universal del mismo. Y ciertamente, que sí el destino supremo del hombre, y con relación a Dios, como fin último y bien universal del mismo. Y ciertamente, que si el destino supremo del hombre es la asimilación perfecta con Dios en la vida futura, cuanto cabe en los límites de su naturaleza; si su perfección suprema consiste en la participación de la vida íntima de Dios, es también lógico el afirmar que la perfección moral del hombre en la vida presente, debe consistir principalmente en la imitación más o menos perfecta de los atributos morales de Dios, y en la consiguiente aproximación al mismo por parte de la bondad, justicia, caridad, misericordia y demás funciones divinas que se refieren al orden moral, reuniéndose y concentrándose, por decirlo así, en su santidad infinita.
Escolio
Los antiguos disputaban sobre el acto que constituye la felicidad esencial –quoad essentiam– o sea sobre cuál es el acto principal y primario en la posesión completa de Dios que constituye la felicidad perfecta de la vida futura. Algunos opinaban a favor del amor; otros a favor de la fruición; y otros concedían este carácter al acto del entendimiento, opinión que adopta santo Tomás, fundándose en que la posesión de un bien inteligible, cual es la esencia divina, es propia del entendimiento, puesto que se realiza por medio de su intuición, a la cual sigue el amor y demás actos de la voluntad.
Capítulo segundoExistencia de la moralidad y su condición necesaria
Antes de tratar de la naturaleza y constitución esencial de la moralidad, exige el método científico consignar la existencia de actos morales y tratar de la libertad, condición sine qua non de los mismos.
Artículo I
Existencia de la moralidad.
La existencia real de la moralidad en los actos humanos, es una de aquellas verdades que pueden apellidarse de sentido común y de evidencia inmediata. En todas las edades, en todos los pueblos, en todas las sociedades, desde el momento de ruda barbarie, hasta el momento de refinada civilización, se ha reconocido la existencia de ciertos actos naturales buenos, y su distinción esencial, primitiva y absoluta de otros naturalmente malos. Honrar, por ejemplo, a los padres, dar culto a la divinidad, socorrer la indigencia del prójimo, restituir o devolver lo ajeno, siempre se ha mirado como actos buenos, mirándose a la vez como malos [411] maltratar a los padres, matar al prójimo sin motivo alguno, hacer traición a la patria o al amigo, &c.
Otra prueba de la realidad objetiva de la moralidad en los actos humanos, es la existencia misma en todos los hombres de las ideas del bien y del mal, de lo justo e injusto, de lo lícito e ilícito, del derecho y de la obligación, nociones cuya razón de ser y cuya contraposición relativa, sólo pueden concebirse y explicarse por la existencia y distinción real entre los actos humanos en el orden moral.
Por otra parte, es claro que el mandato, el premio, el castigo, la ley, con otras muchas cosas que obran e influyen directa y eficazmente en la vida individual y hasta en la constitución y conservación de la vida social y política, son palabras vacías de sentido, desde el momento que se niega la posibilidad de actos buenos y malos moralmente en el hombre, y su distinción esencial.
No es imposible demostrar esto mismo también a priori. Porque una vez probado que Dios es el último fin del hombre y de sus acciones, se sigue como consecuencia necesaria y legítima, que deben ser buenas aquellas acciones que por su naturaleza nos aproximan a nuestro último fin, y por el contrario, malas las que tienden a apartarnos de él, no siendo posible poner en duda, que el amor de Dios, por ejemplo, tiende por su naturaleza a acercarnos y conducirnos a Dios como último fin. Y esta reflexión es una prueba de lo que arriba hemos consignado acerca de la relación necesaria que existe entre Dios, como último fin de las acciones humanas, y la moralidad de éstas.
Ni se opone a la doctrina aquí establecida, el hecho histórico de que en algunos pueblos eran tenidas por lícitas, cosas esencialmente malas e ilícitas, como los sacrificios de los niños y adultos a los dioses, la muerte de los padres cuando llegaban a al vejez, el hurto, considerado como lícito entre los espartanos y antiguos germanos.
En primer lugar, estos hechos aislados no desvirtúan ni destruyen el consentimiento general de los hombres, con respecto a otros actos cuya moralidad o inmoralidad nunca [412] se ha puesto en duda, y esto basta para la verdad de nuestra tesis, en la que se afirma la existencia de actos reconocidos universalmente como buenos o malos por todos los hombres.
En segundo lugar, la ignorancia, los malos hábitos y las pasiones pueden oscurecer la noción del bien y del mal con respecto a ciertos preceptos de la ley natural, cuando no son primarios e inmediatos, y sobre todo, cuando se trata de hechos y preceptos revestidos y acompañados de ciertas circunstancias, como sucede en la mayor parte de los ejemplos que la historia nos presenta. La razón es que las circunstancias y condiciones particulares, modifican el juicio acerca del precepto considerado en abstracto. No sabemos, por ejemplo, que ningún pueblo haya considerado como lícito y bueno el matar a los padres; pero la ignorancia, la rudeza de las costumbres y las pasiones, han sido bastante poderosas para oscurecer y debilitar la razón en algún pueblo, hasta el punto de considerar como lícita esta muerte en la circunstancia A o B, para librar, por ejemplo, al padre de los trabajos que acompañan a la vejez.
Artículo II
La libertad, condición necesaria de la moralidad.
Siendo una verdad generalmente reconocida que los actos humanos no pueden decirse perfectamente morales o inmorales, sino a condición de ser libres, es preciso investigar y determinar la naturaleza de la libertad humana, como condición necesaria previa para la moralidad del acto humano. [413]
§ I
Naturaleza o noción de la libertad.
Como la libertad es un atributo y manifestación de la voluntad, su idea filosófica depende en gran parte de la teoría acerca de la voluntad, teoría que se halla condensada en el siguiente pasaje de santo Tomás:
«En las cosas entre sí subordinadas por parte de su perfección, es preciso que lo primero se incluya en lo segundo; de manera que en éste se halle no sólo la perfección que le compete según su naturaleza propia, sino también la que le corresponde en cuanto contiene al primero: así vemos que al hombre, no solo le conviene el uso de la razón, perfección que le pertenece según su propia diferencia, que es la racionalidad, sino el usar también de los sentidos y alimentos, lo cual le corresponde por parte del género, o sea según el concepto de animal... Ahora bien: la naturaleza y la voluntad están relacionadas entre sí, de tal manera que la voluntad es una especie de naturaleza, puesto que todo cuanto existe en el mundo es alguna naturaleza. Así es que en la voluntad se encuentra, no solo la razón propia de voluntad, sino también lo que corresponde a la razón o concepto de naturaleza. Conviene generalmente a toda naturaleza creada, el estar ordenada por Dios a algún bien que apetece naturalmente. En conformidad a esto, existe en la voluntad un apetito y deseo natural, en orden a algún bien que corresponde a su naturaleza; y, además de esto, posee la facultad de apetecer algo según su determinación propia y libre, y no por necesidad; lo cual le corresponde en cuanto es voluntad.
Así como hay cierto orden entre la naturaleza y la voluntad, así también existe determinado orden entre las cosas que la voluntad apetece naturalmente o como naturaleza, y las que apetece determinándose a sí misma, o como voluntad: [414] y así como la naturaleza viene a ser el fundamento de la voluntad, así también el bien apetecido naturalmente es el principio y el fundamento de la volición de los otros bienes. Entre los bienes que el hombre desea o busca, el fin es el principio y fundamento de los que se ordenan al fin, toda vez que las cosas que se apetecen para conseguir un fin, no se apetecen sino por razón de este fin que se intenta alcanzar. De aquí es que lo que la voluntad apetece o quiere necesariamente, según que es determinada a ello por inclinación natural, es el último fin, o sea la felicidad... pero con respecto a los demás bienes particulares, no se determina necesariamente por inclinación natural, sino por su propia disposición y como exenta de toda necesidad.»
Analizando este pasaje, y teniendo a la vez en cuenta otros en que santo Tomás desarrolla y completa su pensamiento, podemos reducir la teoría de la voluntad y de la libertad a los siguientes puntos:
1º La voluntad humana, tomada en general, es una inclinación o energía racional al bien. Así como el objeto del entendimiento es lo verdadero, así el objeto de la voluntad es el bien; y así como la fuerza cognoscitiva del entendimiento no se limita a esta o aquella verdad, a este o aquel objeto verdadero, sino que se extiende a la verdad universal y a todos los objetos verdaderos, de manera que toda verdad y todo lo verdadero cabe en la esfera de la actividad intelectual, así también el objeto adecuado a la voluntad, como inclinación racional que presupone la percepción de su objeto por parte de la inteligencia o razón, es el bien universal, en el cual están incluidos los bienes particulares.
2º Todo cuanto existe, en cuanto existe, constituye una naturaleza determinada. Luego siendo la voluntad humana una entidad real, y además una entidad de tal género, podemos considerar y distinguir en ella el concepto común de naturaleza, y el concepto específico y concreto de voluntad; porque el primero es ser naturaleza, que ser voluntad; primero es ser esencia real, que ser tal esencia, por más que a parte rei sean una misma cosa, o no se distingan realmente la [415] voluntad como naturaleza y la voluntad como voluntad. La animalidad y la racionalidad en el hombre no son dos entidades distintas, lo cual no impide que las operaciones y manifestaciones que al hombre corresponden por parte de la animalidad, sean diferentes de las que le corresponden por parte de la racionalidad.
3º De aquí es que hay en la voluntad humana dos operaciones o manifestaciones fundamentales de su actividad. Una que le corresponde en cuanto naturaleza, y es el acto mediante el cual apetece de una manera necesaria, espontánea y natural, el bien universal o sea la felicidad, que es su último fin: y otra que le corresponde como voluntad o potencia libre, y es el acto o volición de los bienes particulares e incompletos, los cuales vienen a ser para ella y se le presentan como participaciones y manifestaciones parciales del bien universal y perfecto que constituye el objeto adecuado, y, consiguientemente, necesario de la misma. Y así como la voluntad como voluntad presupone la voluntad como naturaleza, así también los actos que pone en orden a los bienes particulares, presuponen y tienen su fundamento, su raíz y su razón suficiente en la volición o acto relativo al bien universal; pues en virtud de la volición o apetito de este bien universal, se mueve y determina a querer, buscar y elegir los bienes particulares, como medios para llegar a la consecución del bien universal.
4º En atención a que el acto de la voluntad presupone el acto del entendimiento que le presenta el objeto como bueno, la voluntad es perfectamente libre con respecto a los bienes particulares y finitos; porque decir bienes particulares y finitos, es lo mismo que decir cosas que carecen de muchas perfecciones y bienes, o seres que envuelven una mezcla de bien y de mal, de ser y de no ser. De aquí resulta por una parte, que el entendimiento puede presentar a la voluntad estos bienes bajo diferentes aspectos de bien y de mal; y por otra, que ésta, cuyo objeto total y adecuado es solamente el bien universal, se halla colocada, por decirlo así, encima de estos bienes finitos, los domina y [416] realiza sus actos en orden a ellos con indiferencia y libertad.
5º Infiérese de lo dicho hasta aquí: 1º que el acto de la voluntad humana respecto del bien universal en concreto o con existencia real, o lo que es lo mismo, respecto de Dios, conocido claramente por el entendimiento, es necesario y no libre; porque la voluntad no pude dejar de amar y adherirse al bien universal, que es su objeto adecuado, en la hipótesis del conocimiento presencial e intuitivo de este bien, como sucede en los bienaventurados que poseen la visión de Dios, bien universal, sumo e infinito: 2º que si se trata del bien universal en abstracto, o sea de la felicidad en común, el acto de la voluntad es necesario quoad sepecificationem, aunque no lo es quoad exercitium; es decir, que puede suspender todo acto acerca de este objeto, no pensando en él; pero en la hipótesis de que piense en la felicidad o bien universal, no puede aborrecerla, y la ama o apetece necesariamente: 3º que en los actos que se refieren a los bienes particulares, finitos y concretos, es propiamente libre la voluntad, pudiendo poner o suspender sus actos respecto de ellos, amarlos o aborrecerlos, elegirlos o desecharlos como medios, &c. En esta superioridad y dominio de la voluntad respecto de los bienes particulares, radica lo que se llama indiferencia, condición esencial de la libertad.
Esta indiferencia se denomina objetiva o subjetiva, según que se la considera, o por parte del objeto, que se puede presentar bajo diferentes aspectos y mezclas de bien y mal, o por parte de la misma voluntad, como energía superior por su naturaleza a los bienes particulares y finitos.
6º De aquí la división de la libertad en
a) Libertad de contradicción, que también se dice quoad exercitium, la cual incluye y dice indiferencia para obrar o no obrar, para poner o no poner el acto.
b) Libertad de contrariedad, la cual incluye la indiferencia para poner actos contrarios acerca del mismo objeto, como amar o aborrecer.
c) Libertad de especificación, la cual incluye la indiferencia acerca de actos diversos, aunque no rigurosamente [417] contrarios, como la indiferencia y facultad para escribir o leer. Algunas veces ésta suele reducirse y confundirse con la de la contrariedad.
Mas no se debe concebir que la indiferencia necesaria para la libertad, o mejor dicho, embebida en ella, haya de ser siempre una indiferencia puramente pasiva o de perfecto equilibrio, de manera que la voluntad cuando elige libremente, excluya toda inclinación o propensión previa hacia uno de los extremos, sino que más bien se ha de concebir como la resultante de la energía innata, del dominio y de la superioridad que a la voluntad corresponde sobre los actos todos que dicen relación a bienes particulares y finitos. «Yo no admito, decía a este propósito Leibnitz, una indiferencia de equilibrio, y no creo que se elija nunca, cuando se está absolutamente indiferente. Una elección de tal naturaleza sería una especie de pura casualidad.»
Reasumiendo y haciendo aplicaciones de la doctrina aquí expuesta, podemos establecer las siguientes proposiciones:
1ª La coacción y la libertad o libre albedrío, son absolutamente incompatibles; porque la coacción procede de un principio externo al operante, y el acto libre de un principio interno.
2ª La espontaneidad o necesidad y determinación ad unum, y la libertad, son compatibles en la misma potencia, pero no en el mismo acto. Los actos con que nosotros amamos la felicidad o el bien en común, son espontáneos, necesarios y determinados ad unum; pero no son verdaderamente libres, como son los que ponemos respecto de los bienes particulares determinados y concretos, por más que unos y otros radiquen en la potencia o facultad vital que llamamos voluntad.
3ª El acto verdadera y propiamente libre presupone y exige: 1º el conocimiento del objeto como bien particular por parte del entendimiento: 2º que proceda del mismo operante o de un principio interno, excluyendo por consiguiente toda coacción: 3º que esta procedencia de principio interno no sea por simple espontaneidad, sino con facultad de poner [418] o no poner el acto, o en otros términos, excluyendo la necesidad y determinación natural ad unum: 4º que proceda del principio interno o sea de la voluntad, acompañada de una indiferencia activa y dominadora, en relación con la naturaleza de la voluntad humana, como energía superior a los bienes particulares y finitos, y como facultad del bien universal.
4ª En rigor científico, todo acto que procede de la voluntad, se puede y debe llamar voluntario, como lo es, por ejemplo, el amor de Dios en los bienaventurados; pero el acto libre incluye además que proceda de la voluntad de tal modo, es decir, sin determinación a un acto u objeto, con indiferencia y facultad ad opposita. Luego aunque todo acto libre es voluntario, no todo acto voluntario es libre (1).
{(1) De aquí se deduce que es inexacta y falsa la idea de libertad presentada por Cousin, cuando escribe: «La idea fundamental de la libertad, es la de una potencia que, bajo cualquiera forma que obre, no obra sino por medio de una energía que le sea propia.» Cuando Dios se ama a sí mismo, obra por energía propia: cuando los santos en el cielo aman a Dios, obran con una energía propia e interna, que es su voluntad, y, sin embargo, en estos actos no hay verdadera libertad: luego es falso que baste para la libertad que el acto se ponga o proceda de una energía propia.}
5ª La libertad o libre albedrío en el hombre, puede definirse: la facultad de poner y no poner actos diferentes y contrarios, con respecto a los bienes particulares, o que son percibidos como tales. Las últimas palabras indican porqué Dios puede ser objeto de elección libre para la voluntad humana en la vida presente, a pesar de que el entendimiento especulativo conoce y demuestra que en realidad es el bien universal.
Si se quiere definir la libertad, abstracción hecha del hombre, o sea en cuanto común a éste, a los ángeles y aun a Dios, puede decirse que es: La facultad de determinarse a sí mismo a poner o no poner un acto por motivos racionales. [419]
6ª La voluntad humana puede definirse: «una actividad vital y racional, en virtud de la cual el hombre apetece necesariamente el bien universal, y libremente los bienes particulares».
7ª La raíz primera del libre albedrío o de la libertad humana es el entendimiento, o sea la elevación de la razón que la hace capaz para percibir y juzgar la verdad y bondad de los diferentes objetos que a ella se presentan; porque esta elevación y universalidad de la razón y la consiguiente indiferencia y facultad de percibir, considerar y juzgar bajo diferentes aspectos los objetos particulares, contiene la razón suficiente a priori de la indiferencia fundamental de la voluntad en orden a estos objetos, o sea la posibilidad y facultad de poner actos diferentes y contrarios respecto de los bienes particulares.
8ª La raíz próxima e inmediata de la libertad es la receptividad universal de la voluntad, como energía racional y facultad del bien; porque en tanto puede elegir entre los bienes particulares, porque y en cuanto su objeto propio y adecuado es el bien universal; y como esta razón de bien universal, o no se encuentra, o no se descubre y manifiesta en los objetos que el entendimiento le presenta como buenos en la vida presente, de aquí es que ninguno de ellos atrae necesariamente a la voluntad hacia sí, y esta conserva su independencia e indiferencia dominante sobre ellos.
9ª Luego la libertad humana, o lo que se llama libre albedrío, considerado adecuadamente, incluye la acción del entendimiento y de la voluntad; y por eso, sin duda, y en este sentido define santo Tomás al libre albedrío: Facultas voluntatis et rationis. [420]
§ II
Existencia de la libertad humana.
Una vez expuesta la noción de la libertad humana, el sentido común y la experiencia interna se encargan de demostrar la existencia de la misma en el hombre.
a) El sentido común, o mejor dicho, el consentimiento general del género humano, ha reconocido y viene reconociendo constantemente, no solo que el hombre es dueño de sus actos, sino que esta libertad o facultad de elección constituye el carácter más principal y aparente de su elevación y superioridad sobre los demás seres de la creación que le rodean, cuyas acciones son necesarias e instintivas. Ni es otra la causa y razón inmediata, porque mientras los animales, que son los seres que más se aproximan al hombre, son incapaces de inventar ni perfeccionar artes, industrias, ciencias, formas sociales y políticas, el hombre realiza todo esto y ofrece una perfectibilidad y mutabilidad indefinidas sobre todas estas cosas, y en general con respecto a los elementos, fases y estados múltiples de ese fenómeno sintético que llamamos civilización.
b) La experiencia interna nos lleva al mismo resultado con una fuerza mayor aún, si cabe, que la que se desprende del consentimiento común y de los fenómenos que se acaban de indicar. Y ciertamente que si la observación psicológica tiene algún valor real; si el testimonio de la conciencia es motivo de certeza y criterio de verdad, es preciso reconocer que la existencia de la libertad humana es una de las verdades y uno de los hechos fundamentales y elementales de la ciencia. Porque el sentido íntimo me dice con toda claridad y sin que sea posible eludir su testimonio, que en mil circunstancias, y dadas las condiciones necesarias para obrar acerca de un objeto, puedo hacerlo, y también suspender [421] todo acto de la voluntad acerca de él; que puedo poner actos contrarios o diversos acerca de una misma cosa, que soy dueño de hablar o callar, de escribir o leer, de desear bien o mal a una persona, de pensar en el objeto A o en el objeto B, de suspender o continuar una ocupación comenzada, &c., &c. Esta prueba es, por su misma naturaleza, la más eficaz y poderosa, a la vez que la más universal y sencilla, porque obra con igual energía sobre el sabio y sobre el ignorante. Todos los sofismas y raciocinios de la filosofía, no lograrán arrancar del hombre más ignorante la convicción y certeza de que es completamente libre y dueño de sus actos en muchas ocasiones.
Añádase a lo dicho, que la negación de la libertad humana lleva consigo la inutilidad, o mejor dicho, la negación de lo que llamamos consejos, exhortaciones, preceptos, obediencia, mérito, demérito, ley, alabanza, vituperio, castigo: cosas todas inútiles y sin razón de ser, si en nosotros no hay actos libres, como observa santo Tomás (1).
{(1) «Si enim non sit liberum aliquid in nobis, sed es necessitate movemur ad volendum, tollitur deliberatio, exhortatio, praeceptum, et punitio, et laus, et vituperium. Nom enim videtur esse meritorium vel demeritorium, quod aliquis sic ex necessitate agit quod vitare non possit. QQ. Disp. de Malo, cuest. 6ª, art. ún.}
La experiencia, que nos demuestra la existencia de la libertad humana, nos enseña también que esta libertad en el hombre, no solo abraza diversidad de actos buenos, sino la facultad también de elegir entre el bien y el mal moral, o sea la indiferencia de contrariedad en el orden moral. Para que no se crea que esta indiferencia es esencial a la libertad, establecemos la siguiente [422]
Tesis
La indiferencia o libertad de contrariedad con respecto al bien y al mal moral no pertenece a la esencia o naturaleza de la libertad, sino más bien es una imperfección y defecto de la misma.
Para convencerse de la verdad de esta tesis, basta reflexionar y tener presente:
1º Que en Dios existe verdadera y, sin duda, más perfecta libertad que en el hombre; y sin embargo, no incluye, antes excluye absolutamente la indiferencia o facultad de elegir el mal moral, elección que se halla en abierta contradicción con la santidad infinita de Dios.
2º La libertad, como manifestación de la voluntad, tiene por objeto el bien y tiende a él de su naturaleza, como la voluntad misma, con la cual se identifica realmente. De aquí es que si la libertad, o lo que es lo mismo, si la voluntad en sus movimientos libres se aparta del bien, es, o por ignorancia, error e inconsideración actual del entendimiento; o por las afecciones y pasiones, que impiden, dificultan y tuercen su movimiento y tendencia natural hacia el bien: luego la facultad o posibilidad de elegir el mal existe en el hombre a causa de las condiciones especiales y de los defectos que rodean la voluntad libre, y no porque esta posibilidad de elección sea esencial e indispensable para la libertad. Así como la posibilidad de errar en los raciocinios que hace el entendimiento y la facultad o facilidad consiguiente de apartarse de la verdad, es una imperfección y defecto de nuestra razón, así también es un defecto e imperfección de nuestra libertad, la facultad o posibilidad de elegir el mal, apartándose del bien y del orden moral.
Sin embargo, por más que la facultad de pecar no pertenezca a la esencia ni sea una perfección de la libertad, su existencia demuestra a posteriori la existencia de la libertad en el hombre. Por eso dice santo Tomás, «que el elegir [423] o querer lo malo, ni es la libertad, ni parte de la libertad, si bien es señal de la libertad:» Velle malum, nec est libertas, nec pars libertatis, quamvis sit quoddam libertatis signum.
La doctrina aquí expuesta y las últimas palabras de santo Tomás, manifiestan el juicio que debe formarse de la doctrina krausista profesada por Tiberghien cuando afirma que el mal es un instrumento de progreso, una condición de la libertad humana, y que ésta sería imposible si no nos fuera dado elegir entre el bien y el mal. Prescindiendo de los ángeles y santos, cuya existencia y condiciones de felicidad, no significarán nada tal vez para el krausismo, a pesar de sus pujos de misticismo, hay que reconocer que si fuera verdadera la doctrina de Tiberghien, Dios es menos perfecto que el hombre, o mejor dicho, es un ser imperfecto, puesto que carece de la facultad de elegir entre el bien y el mal.
Según la filosofía cristiana y la realidad de las cosas, el mal puede ser ocasión del bien, pero no instrumento, que vale tanto como decir causa del progreso, es decir, del bien; y la libertad humana, si bien de hecho lleva consigo la facultad de elegir entre el bien y el mal, esto no quita para que sea posible en el hombre un estado de eligibilidad entre diferentes bienes y por consiguiente de libertad, sin eligibilidad, al menos próxima entre el bien y el mal. Y digo al menos próxima, porque la flexibilidad radical al mal es inseparable de toda criatura en razón de su limitación esencial, o como decían los Escolásticos, a causa de su producción ex nihilo.
Como prueba y explicación de su teoría acerca de la libertad humana, el filósofo krausista añade: «El mundo no es la obra de una voluntad arbitraria, está fundado en la esencia divina, es como debe ser... Para impedir la existencia del mal y de la malignidad, hubiera sido preciso impedir la existencia del hombre y de los seres finitos; hubiera sido preciso dejar al mundo vacío o sin contenido. Porque Dios no puede hacer lo que es imposible y contradictorio, y lo imposible sería que un ser finito no fuera finito, por [424] consiguiente sujeto o negación y capaz de obrar mal.» {(1) Tiberghien, Les Commendements de l'Humanité d'aprés Krause, pág. 156.}. Cierto que el mundo no es obra de una voluntad arbitraria, si por voluntad arbitraria se entiende voluntad caprichosa o que obra sin motivo racional; pero si por voluntad arbitraria se entiende voluntad que obra libremente, el mundo es obra de voluntad arbitraria, porque existe en virtud de la libre determinación de Dios. Aquí no hay más que inexactitud de lenguaje y confusión de ideas, como sucede también cuando se añade que el mundo está fundado en la esencia divina, y esto por dos conceptos: 1º porque y en cuanto la esencia divina es la que contiene el arquetipo de este mundo como contiene la idea de todos los mundos y seres posibles: 2º porque sola la esencia divina posee el poder o fuerza de causalidad necesaria para sacar al mundo de la nada. Pero es falso y muy falso que el mundo está fundado en la esencia divina en el sentido krausista, es decir, que el mundo es una manifestación necesaria de la esencia divina, o que en realidad está contenida formalmente en la esencia divina. Que éste es el sentido y la idea del filólogo belga, lo revelan las palabras que añade cuando dice que el mundo es como debe ser, lo cual, especialmente en boca de un discípulo de Krause, vale tanto como decir que el mundo no puede ser de otra manera, y que es tan necesario como la esencia divina, de la cual es un desarrollo, y en la que está fundado y contenido.
También es cierto que Dios no puede hacer lo que es imposible y contradictorio y consiguientemente que no puede hacer que un ser finito no sea finito y capaz de obrar mal con capacidad radical y originaria; pero no es menos cierto que Dios tiene en su infinito poder medios más que suficientes para hacer compatible esa capacidad radical para el mal con la incapacidad próxima y efectiva en orden al mismo, o [425] en otros términos, para hacer que el hombre, sin perjuicio de su libertad y sin perder la capacidad originaria para el mal, obre el bien de manera constante e indefectible. La teología católica al hablar de la libertad de Jesucristo en cuanto hombre, al hablar de los santos confirmados en gracia, y especialmente al presentarnos el ejemplo de la Madre de Dios obrando el bien de una manera constante e indefectible durante toda su vida, sin perder por eso la libertad humana, demuestra prácticamente: 1º que no es condición necesaria de ésta la facultad de obrar el mal: 2º que la defectibilidad radical de toda criatura en cuanto finita y producida ex nihilo, no excluye la incapacidad próxima del mal, indefectibilidad real y efectiva del bien dadas ciertas circunstancias: 3º que Dios tiene poder suficiente para impedir la existencia del mal y la malignidad, sin necesidad de impedir la existencia de los hombres y seres finitos: 4º que el menosprecio y la ignorancia de la teología católica por parte de los filósofos racionalistas, produce en éstos, no ya sólo el error religioso y la carencia de la verdad revelada, sino también el error filosófico. Con respecto a la solución de ciertos problemas muy importantes en el terreno de la ciencia, porque no pueden utilizar la luz vivísima que ciertas cuestiones y soluciones teológico-cristianas irradian sobre problemas los más transcendentales de la filosofía.
Objeciones
Obj. 1ª. El argumento tomado del sentido íntimo para probar la existencia de nuestra libertad, carece de fuerza; porque la conciencia nos dice sí, que se realizan dentro de nosotros voliciones y noliciones; pero no nos dice si estos actos proceden de la determinación libre de nuestra propia voluntad, o de algún principio externo.
Resp. Esta objeción, presentada por Bayle y repetida después por los escépticos y fatalistas, se halla en manifiesta [426] contradicción con el testimonio mismo de la conciencia que pretende negar o eludir. Porque la verdad es que el sentido íntimo, no solo atestigua con toda claridad que existen en nosotros voliciones y noliciones, sino también que somos dueños de ponerlas o no ponerlas, de suspenderlas o continuarlas, de ponerlas con respecto al objeto A o al objeto B; es decir, que el testimonio de la conciencia abraza la existencia de estos actos, y a la vez su modo y origen. En verdad que ni Bayle no todos los sofistas, serán capaces de arrancar al hombre más ignorante la convicción, evidencia y certeza, de que cuando levanta el brazo lo levanta libremente, con facultad de no levantarlo, y porque quiere levantarlo.
Esto sin contar que la conciencia distingue y separa perfectamente el acto necesario del acto libre, lo cual prueba que su testimonio abraza algo más que la simple existencia del acto.
Obj. 2ª Según la noción arriba consignada de la libertad, acto libre es aquel que de tal manera está en nuestra potestad que lo ponemos cuando queremos; es así que del acto meramente espontáneo y necesario, se puede decir con verdad que lo ponemos cuando queremos, puesto que cuando amamos, por ejemplo, la felicidad, este amor procede de la voluntad porque y en cuanto quiere esta felicidad: luego la libertad es compatible con la necesidad o determinación ad unum.
Resp. Para contestar a esta objeción, basta fijar el sentido de las palabras, distinguiendo la primera proposición en los términos siguientes: Acto libre es el que está en nuestra potestad y lo ponemos cuando queremos, de manera que la razón total y adecuada porque lo ponemos sea nuestra sola elección o la determinación electiva e indiferente de la voluntad, se concede: en el sentido de que basta que sea conforme a la inclinación de la voluntad, o que basta que el acto no envuelva coacción, se niega. No es lo mismo poner un acto queriendo ponerle, que poner un acto porque se quiere ponerlo. Para lo mismo basta que el acto de la voluntad no sea contra su [427] inclinación natural, y que no intervenga violencia o coacción física en su origen y existencia: para lo segundo se necesita además que la razón suficiente de la posición del acto sea la volición libre o electiva de la voluntad.
Obj. 3ª La acción de la voluntad, como potencia libre, supone la acción previa del entendimiento y su juicio en orden a la bondad y malicia del objeto: luego la determinación de la voluntad en orden al sujeto, no es verdaderamente libre, puesto que esta determinación es regida y gobernada por el juicio del entendimiento acerca del objeto sobre el cual versa la elección de la voluntad.
Resp. La solución de este argumento exige las siguientes observaciones previas:
1ª Hay dos juicios del entendimiento acerca del bien: uno especulativo, mediante el cual juzgamos que el objeto es bueno o malo en sí mismo, prescindiendo de circunstancias y de su relación con nosotros: otro práctico, con el cual juzgamos que el objeto A es bueno o malo para nosotros en las circunstancias y condiciones presentes.
2ª Los filósofos se hallan divididos en orden a la naturaleza de la conexión que existe entre la elección de la voluntad y el juicio práctico del entendimiento con respecto al objeto. Opinan algunos que esta conexión es necesaria, de manera que la elección o determinación de la voluntad se conforma siempre con el juicio práctico del entendimiento acerca de la bondad o malicia del objeto, o lo que es lo mismo, acerca de la conveniencia o no conveniencia del objeto y del acto A para mí en estas circunstancias en que me hallo. Otros opinan, por el contrario, que no es necesaria esta conexión, y que, cualquiera que sea el juicio práctico del entendimiento sobre el objeto, la voluntad, en virtud de su energía innata y de su dominio sobre los bienes particulares, puede elegir lo contrario de aquello que le dicta o juzga prácticamente el entendimiento.
Los partidarios de la primera opinión, contestan a la objeción diciendo que la elección de la voluntad siempre es libre; porque dado un juicio práctico del entendimiento sobre [428] el objeto A, la voluntad puede mover y aplicar al entendimiento a variar su juicio, examinando y considerando al objeto bajo otros puntos de vista.
A los partidarios de la segunda, les basta negar la conexión necesaria entre el juicio práctico del entendimiento y la elección de la voluntad. Y esta opinión parece más conforme a la naturaleza de la voluntad como facultad libre, y más en armonía con el testimonio del sentido íntimo, en orden a su independencia y superioridad sobre los bienes finitos.
Nosotros opinamos que la elección de la voluntad no es determinada necesariamente por el juicio del entendimiento, sino de una manera contingente, o sea conservando la posibilidad y facultad de elegir lo contrario, por más que admitamos que ordinariamente -ut plurium- o sea en la mayor parte de los casos, la elección de la voluntad ti
{(1) Leibnitz parece opinar como nosotros, por más que esta opinión no se pueda conciliar fácilmente con sus teorías sobre la razón suficiente y sobre el optimismo. He aquí sus palabras: «Quelque percéption qu'on ait du bien, l'effort d'air après le jugement, qui fait à mon avis l'essence de la volonté, en est distingué... C'est ce qui fait que nôtre âme a tant de moyens de resister à la verité qu'elle connait, et qu'il y a un si grand trajet de l'esprit au coeur... Ainsi la liaison entre le jugement et la volonté n'est par si necessaire qu'on pourrait penser.» Essais de Theod., part. 3ª, núm. 311.}
Capítulo terceroLa esencia de la moralidad
Artículo I
Principios constitutivos de la moralidad, y origen de esta en los actos humanos.
Puede decirse que el presente problema es una demostración práctica de la importancia científica de las teorías psicológicas y metafísicas, y del enlace íntimo y necesario que existe entre la metafísica y la moral.
Para convencerse de ello basta echar una rápida ojeada sobre las principales teorías acerca del origen y naturaleza de la moralidad pues se las verá relacionadas con la doctrina metafísica de sus autores. De aquí
a) El sistema de la escuela sensualista, la cual, apoyándose sobre el principio de la sensación, como facultad fundamental y única del hombre, no reconoce más distinción entre el bien y el mal que la que resulta del placer y del dolor identificando en el fondo y definiendo de una manera más o menos explícita la bondad de las acciones humanas por el bienestar que llevan consigo, y la malicia por el dolor o la incomodidad. [430]
Por caminos directos o indirectos vienen a parar a esta teoría las diferentes escuelas sensualistas, las materialistas, las socialistas y comunistas, y la de Hobbes (1), que pudiéramos llamar la teoría del egoísmo despótico.
{(1) «Pour Hobbes, escribe Cousin, l'idée du bien et du mal n'a d'autre fondement que la sensation agréable ou désagréable... L'homme est capable de jouir et de souffrir; sa loi unique est de souffrir le moins possible, et de jouir de plus possible. Puisque telle est la loi unique, il a tous les droits que cette loi lui confère; il peut tout pour sa conservation, et son bonheur; il a le droit de sacriffer tout à soi... C'est l'etad de nature, qui n'est pas autre chose que l'etat de guerre, le combat de tous contre tous... L'etat social est institution d'une puissance publique plus forte que tous les individus, capable de faire succéder la paix à la guerre et d'imposer à tous l'accomplissement de ce qu'elle aura jugé utile, c'est-à-dire, juste. Mais comme les passions comprimées sont en revolbe naturelle et nécessaire contre la nouvelle autorité, cette autorité ne peut être trop forte; et Hobbes place l'espèce humaine entre l'alternative de l'anarchie ou de un despotisme, qui sera d'autant plus conforme à sa fin qu'il sera plus absolu.» Hist. de la Phil., lec. 11. pág. 380.}
b) La teoría utilitaria, que busca el origen y naturaleza de la moralidad en la utilidad, bien sea individual, bien sea social. A esta teoría puede reducirse también la escuela humanitaria de Leroux y de la izquierda hegeliana, escuelas que, al divinizar la humanidad, no reconocen más moralidad en los actos humanos, que su relación con el desarrollo y progreso indefinido de la misma.
c) La teoría de la sensibilidad moral, que explica la distinción entre el bien y el mal por sentimientos instintivos, que nos obligan a mirar unas acciones como buenas y otras como malas. Son varias las formas que reviste esta teoría. Unos explican la distinción entre el bien y el mal por la satisfacción interna que experimentamos al realizar o percibir en otros ciertas acciones, y un sentimiento contrario al realizar o percibir otras. Smith y algunos otros, buscan en la [431] antipatía simpatía la diferencia moral de las acciones. Reid y los principales representantes de la escuela escocesa, enseñan que el bien y el mal moral constituyen el objeto de una facultad sui generis, así como la luz y los colores constituyen el objeto de la vista. A esta facultad o sentido moral, como la apellidan también, pertenece no solo discernir entre el bien y el mal, sino reconocer los primeros principios y verdades del orden práctico.
d) La teoría positiva, que deriva la moralidad de las acciones y la diferencia entre el bien y el mal, o de la ley positiva divina, o de la ley humana, es decir, de la voluntad libre de Dios o de los hombres, como Puffendorf, o de la opinión de los hombres, como Saint-Lambert.
No permitiendo las condiciones y objeto de esta obra entrar en la exposición y refutación detallada de cada una de estas teorías morales, nos limitaremos a algunas consideraciones generales sobre las mismas.
Tesis 1ª
Es impío y erróneo el sistema que hace consistir en el placer
y utilidad personal, la bondad moral de los actos humanos.
Es impío; porque envuelve la negación de la vida futura, de la inmortalidad del alma, de la Providencia divina, y consiguientemente de toda religión. En realidad, si los defensores de esta teoría afirman que la moralidad de los actos humanos coincide con el bienestar, utilidad y placer que acompañan a dichos actos, es porque piensan y enseñan que estos son los únicos y verdaderos bienes reales a que el hombre puede llegar.
Es erróneo: 1º porque se halla en abierta contradicción con el sentido común por una parte, y por otra, con lo que la razón y la ciencia enseñan y demuestran sobre la inmortalidad del alma, existencia de la vida futura, de la Providencia divina con otras verdades análogas: 2º porque de aquí se seguiría que la acción del que se entrega a los tormentos y [432] la muerte en defensa de la religión o de la patria, es viciosa y moralmente mala, digna de vituperio y tanto más inmoral, cuanto mayores son los tormentos por semejante causa sufridos; al paso que deberíamos reconocer como virtuosa y laudable, la acción del que diera muerte alevosamente al amigo para proporcionarse goces con su dinero.
Tesis 2ª
La teoría de la escuela utilitaria y la del sentimiento moral, se deben rechazar como insuficientes para explicar el origen y naturaleza de la moralidad.
A) Es insuficiente e inadmisible la teoría utilitaria:
1º Porque de ella se sigue que cualquiera acción humana, por inmoral e ilícita que sea de su naturaleza, dejaría de serlo y pasaría a ser moral, honesta y lícita, por el solo hecho de resultar alguna utilidad para la comunidad o sociedad; cosa que, sobre repugnar a la razón y al sentido común, echa por tierra el bien y el mal moral.
2º Si la moralidad de la acción depende de su relación con la utilidad pública y social, será preciso decir que las razones de bueno y malo, de justo e injusto, de moral e inmoral, sólo tienen lugar en las acciones que se refieren a la comunidad o sociedad: luego no habrá moralidad ni inmoralidad en las acciones que se refieren al individuo que las ejecuta, ni siquiera en las que dicen orden a otro individuo sin trascendencia a la sociedad. Luego las acciones torpes que no se refieren a otra persona, los pensamientos y deseos internos, el odio o la blasfemia contra Dios, no serán actos moralmente malos.
B) La teoría del sentimiento moral o afección sensible, es igualmente inadmisible:
1º Porque estriba en la hipótesis gratuita de una facultad especial para la percepción del bien y del mal, para lo cual basta y sobra la razón, a la cual pertenece propia y realmente [433] el conocimiento y discernimiento entre el bien y el mal del orden moral.
2º Porque al atribuir al sentimiento esta percepción y discernimiento, y sobre todo el conocimiento de los primeros principios o axiomas del orden moral, abre la puerta al sensualismo.
3º La satisfacción interior y remordimiento, la antipatía y simpatía que experimentamos respectivamente al ejecutar o ver ciertas acciones, indican que existe una distinción real entre las mismas, pero no constituyen esta distinción: estas afecciones son el resultado y no la causa de la moralidad o inmoralidad de las acciones. En resumen: esta teoría confunde el efecto con la causa. La acción no es buena o mala moralmente porque produce o determina en nosotros afecciones de simpatía o antipatía, sino que por el contrario, excita estas afecciones, porque es buena o mala.
Tesis 3ª
La moralidad no depende ni procede de la libre voluntad de Dios.
Esta tesis destruye de raíz todas las teorías que señalan como origen y razón suficiente de la moralidad las leyes positivas, sean estas divinas o humanas; porque sin la moralidad no depende de la voluntad de Dios, menos depende de la ley divina que es la expresión parcial de esta voluntad libre de Dios, y mucho menos de la ley humana, inferior en todos conceptos a la ley divina.
Razones:
1ª Hay actos humanos tan íntima y esencialmente relacionados con el orden moral, que no pueden existir ni concebirse, sino con el atributo de bondad o malicia moral. Así, por ejemplo, la blasfemia o el odio de Dios son actos esencialmente malos, de manera que la malicia moral entra en el concepto necesario de su esencia: luego, siendo inmutables las esencias de las cosas, y por lo mismo independientes de [434] la voluntad libre de Dios, la moralidad de las acciones humanas sólo puede decirse que depende de la voluntad de Dios, en un sentido hipotético e indirecto, es decir, en cuanto que si no hubiera creado el mundo o los hombres, no existirían los actos morales de éstos.
2ª Es indudable que con anterioridad a la voluntad libre de Dios, e independientemente de los decretos de ésta sobre la creación y la existencia del hombre, concebimos algunas acciones como buenas y otras como malas, sin que sea posible separar o negar estos predicados de ciertas acciones, sin destruir la esencia o concepto propio de las mismas. Nos es tan imposible concebir el odio de Dios como bueno, como el concebir un triángulo circular. La moralidad, pues, considerada en sí misma y en su naturaleza íntima, es tan inmutable, eterna y necesaria, como necesarias, eternas e inmutables son las esencias de las cosas; y así como concebimos estas esencias como anteriores e independientes de la voluntad divina, porque lo son las representaciones o ideas que a las mismas corresponden en la esencia divina, así también debemos concebir y afirmar que el orden moral es anterior e independiente por su naturaleza de la voluntad de Dios; porque con anterioridad a ésta, pro priori a toda determinación libre de la voluntad divina, como decían los Escolásticos, en la esencia de Dios se hallan representadas unas cosas como buenas y otras como malas.
Refutados los principales errores acerca de constitución y esencia de la moralidad, vamos a exponer con la posible brevedad nuestra teoría, condensándola en las siguientes proposiciones:
1ª El origen primitivo del orden moral absoluto, o sea de la moralidad en sí misma, es Dios, como esencia e inteligencia infinita. Como esencia infinita, contiene el fundamento real y los arquetipos de todas las cosas o esencias posibles, y entre ellas, cosas y acciones buenas y malas.
Como inteligencia infinita, conoce intuitivamente estas esencias expresadas y representadas en las ideas divinas, y al propio tiempo la relación y dependencia necesaria que estas [435] esencias tienen con Dios en razón de último fin, en la hipótesis de ser creadas por él.
2ª La moralidad humana, es decir, el orden moral como aplicado al hombre, consiste en la ecuación de sus acciones con Dios como último fin, realizada en armonía con las condiciones propias de la naturaleza humana, o sea por medio de acciones libres. Esto equivale a decir en otros términos, que ciertas acciones del hombre, en tanto y por eso son esencialmente morales, en cuanto se conforman y son la expresión del orden necesario que las naturalezas finitas dicen a Dios como último fin de su existencia y operaciones.
3ª Como el hombre no posee la intuición ni el conocimiento directo e inmediato de las ecuaciones posibles y relaciones múltiples de los actos con Dios en razón de último fin, este ha impreso en su corazón la ley natural, en la cual, y por la cual, como derivación e impresión de la ley eterna, se hallan contenidas las relaciones fundamentales de conformidad o disconformidad entre los actos humanos y Dios como último fin del hombre, y como origen primitivo del orden moral absoluto.
4ª Mas como quiera que la ley natural se nos promulga e intima, por decirlo así, mediante la razón, que es la que nos revela su origen, su fuerza, sus preceptos y su sanción, de aquí es que la razón humana puede considerarse como el principio próximo de la moralidad, en atención a que ella es la que nos dice que el acto A es bueno, porque se termina o refiere al objeto B, de la manera y con las condiciones necesarias para realizar y cumplir la ley natural, expresión a su vez de la ley eterna o de la razón divina, en la cual se hallan representadas las diferentes relaciones de las existencias finitas entre sí, y la relación fundamental y necesaria de las mismas con Dios, principio y fin de todas.
5ª Por lo dicho, es fácil conocer en qué sentido y porqué santo Tomás refiere unas veces la moralidad a la razón, otras veces al objeto, otras a la ley eterna o a Dios como último fin del hombre. Todas estas cosas están relacionadas y subordinadas entre sí, y cada una de ellas expresa de una [436] más o menos directa e inmediata el orden moral. Así, por ejemplo, decir que la moralidad depende de su relación con el objeto y de la conformidad de éste y el acto con la razón, equivale en el fondo a decir que depende de la ley eterna; porque la razón humana, en tanto es principio, norma y causa de moralidad, en cuanto que por medio de la ley natural se enlaza con la ley eterna, o si se quiere, con la razón divina, de la cual es una derivación la ley natural, y una participación de la razón humana. Por eso santo Tomás, después de haber dicho que la razón causa la moralidad del acto humano, prescribiendo y presentando a la voluntad el objeto como moral, o sea como conforme y relacionado con el orden moral, añade: Quoad autem ratio humana sit regula voluntatis humanae, ex qua ejus bonitas mensuratur, habet ex lege aeterna, quae est ratio divina.
6ª Esta teoría tiene además la ventaja de contener la razón suficiente de la distinción esencial, primitiva e inmutable entre el bien y el mal moral; porque esta distinción se funda, por una parte, en la relación esencial y necesaria del hombre con Dios como último fin de su existencia y operaciones, y por otra, en las esencias mismas de las cosas en cuanto dicen orden a la ley eterna, la cual se identifica con la razón divina, en la cual preexisten las esencias de todas las cosas y sus relaciones necesarias entre sí y con su fundamento real, que no es otro que la esencia de Dios.
7ª Si alguno objetara que esta teoría explica y contiene la razón suficiente y la causa de la moralidad con respecto a los actos que son intrínsecamente buenos o malos, pero no la de aquellos actos cuya moralidad depende de leyes positivas divinas o humanas, por ejemplo, de las acciones que se dicen malas moralmente porque están prohibidas por alguna ley positiva, contestaremos a esto, que en realidad la moralidad de estas acciones depende originariamente de la ley eterna y se refunde de una manera indirecta y mediata en la ley natural. La razón y la prueba de esto es que, en tanto estas acciones conformes con la ley positiva y reguladas por ella son moralmente buenas, porque y en cuanto [437] envuelven conformidad con la ley eterna y natural, las cuales prescriben y señalan como esencialmente moral y buena la obediencia a los superiores legítimos.
Artículo II
Especies y efectos de la moralidad.
Dejando a un lado las disputas de las escuelas sobre si la indiferencia es o no es especie de moralidad, es indudable que, consideradas las acciones humanas in individuo, o sea como actos singulares procedentes del individuo A en las circunstancias B o C, las especies de moralidad son únicamente la bondad y la malicia. La razón es que todo acto singular deliberado, incluye necesariamente relación a algún fin determinado y concreto en la intención del agente. La ley natural prescribe que el hombre obre racionalmente; lo cual vale tanto como decir que el fin que el hombre se propone en sus actos libres debe ser conforme con la recta razón. De aquí se deduce que todo acto singular deliberado, es necesariamente, o bueno, o malo; porque si el fin del agente al ejecutarlo es conforme a la razón, el acto será bueno moralmente, mientras no sea viciado por otros títulos: de lo contrario, será malo moralmente. En otros términos: hay acciones que si se atiende únicamente a su objeto en abstracto y secundum se, son indiferentes moralmente, como el pasear, el escribir, el hablar; pero esta indiferencia objetiva es determinada necesariamente por las circunstancias, o al menos, por el fin del operante, al ejecutar la acción deliberadamente y previa la intención de algún fin.
De aquí se infiere, que la moralidad completa y adecuada del acto se halla relacionada con tres elementos, que son: [438]
a) El objeto; porque el acto no puede ser completamente bueno en el orden moral, si su objeto no lo es.
b) El fin; porque por más que el objeto inmediato y directo del acto humano sea bueno, no habrá bondad perfecta en el acto, si la voluntad al ejecutarlo subordina el acto y el objeto inmediato a un fin contrario al orden moral.
c) Las circunstancias, finalmente, influyen también en la moralidad del acto, en razón a que son accidentes del mismo que pueden tener relación con el orden moral.
El acto no puede ser bueno moralmente en sentido absoluto y propio, sino a condición de reunir estos tres elementos y principios de moralidad, bastando el efecto de cualquiera de ellos para viciar la acción moral: bonum ex integra causa; malum ex quocunque defectu, decían a este propósito los antiguos Escolásticos.
Esta doctrina se opone radicalmente a la teoría de los que dicen que el fin santifica los medios, lo mismo que a la doctrina de los que pretenden y afirman que la moralidad del acto es independiente de la intención. Si el objeto del acto es malo o contrario al orden moral, como sucede en el robo, el acto no pasará a ser bueno, por buena que sea la intención o el fin del operante. Por el contrario, si el fin de éste se opone al orden moral, o si la intención es mala, viciará moralmente el acto, a pesar de su relación con un objeto bueno, como sucedería en el que diera limosna al pobre con la intención de adquirir gloria vana o de inducirle a pecar. Para que el acto, pues, sea verdadera y realmente bueno en el orden moral, es preciso que lo sea bajo la triple relación indicada (1). Esto no obsta, sin embargo, para que podamos [439] decir con verdad, que la moralidad que el acto recibe del objeto es más importante que la que recibe del fin y circunstancias, y esto por dos razones, entre otras:
{(1) «Nihil prohibet, escribe a este propósito santo Tomás, actioni habenti unam praedictarum bonitatum, deesse aliam: et secundum hoc contingit actionem, quae est bona secundum circunstantias, ordinari ad malum finem, vel e converso. Non tamen est actio bona simpliciter, nisi omnes bonitates concurrant.» Sum. Theol. 1ª, 2ª, cuest. 18, art. 4º.}
1ª Porque el objeto es la causa principal de la conveniencia u oposición del acto con el orden moral, y contiene la razón suficiente primaria y per se de la distinción específica y esencial de los actos morales. Si el homicidio y la blasfemia son pecados distintos en especie y contienen una inmoralidad esencialmente distinta, es porque sus objetos son específicamente distintos.
2ª Porque el fin y las circunstancias se refunden en el objeto, puesto que el fin no es más que un objeto indirecto y accidental, añadido al directo y natural; y las circunstancias no son otra cosa en realidad, que accidentes del objeto considerado en concreto, de manera que pueden considerarse como modificaciones del mismo.
Entre los efectos, o mejor dicho, consecuencias y afecciones de la moralidad, son las principales:
a) La imputabilidad moral, la cual resulta de la libertad en cuanto dice relación al objeto moral. Así es que la imputabilidad encierra, por decirlo así, dos elementos, a saber: 1º la libertad; puesto que el acto no se imputa, o en tanto se imputa al agente, en cuanto éste lo realiza libremente, con facultad e indiferencia para ponerlo o no ponerlo; y de aquí la ausencia de imputabilidad en las acciones de los animales, niños y dementes: 2º la relación con el orden moral conocido; porque si falta el conocimiento explícito o implícito de esta relación, la acción, aunque se ponga libremente, no es imputable moralmente al agente. Y digo moralmente o sea en el fuero de la conciencia, porque la ley humana, y especialmente la civil, suelen imputar ciertas acciones aunque falte esta condición, principalmente cuando se trata de las que perjudican a otros.
b) El mérito, y consiguientemente el demérito. Como el concepto de mérito es correlativo del de premio, la razón de mérito corresponde principalmente al acto moral, en cuanto se ejecuta en obsequio de alguno, a quien el acto no le sea [440] debido por razón de algún contrato u obligación especial. Así es que para que el acto humano sea meritorio en el orden natural, se necesitan cuatro condiciones principales: 1ª que el acto se ponga libremente, porque donde no hay libertad no hay mérito: 2ª que el acto sea bueno moralmente, porque los actos malos excluyen la razón de mérito: 3ª que la cosa se haga en obsequio de otro, o sea del que ha de conferir el premio, puesto que el premiante, sólo debe el premio al que hace la cosa en su obsequio y servicio: 4ª que la obra sea gratuita y propia, de manera que aquel en cuyo obsequio se hace no tenga derecho propio a ella, ni haya dado al operante los medios e instrumentos para la obra.
Esta última condición no se verifica en el acto humano con respecto a Dios; porque el hombre tiene obligación por más de un título de realizar sus actos en obsequio de Dios, y además, porque de éste ha recibido la naturaleza, la razón y la voluntad, por medio de las cuales realiza sus actos morales y capaces de mérito. De aquí se infiere, que si bien el hombre es capaz de mérito con relación a otro hombre, con respecto a Dios, sólo lo es en un sentido impropio, y no según la razón perfecta de justicia.
Capítulo cuarto
Causa eficiente y principios del acto moral
Ya hemos dejado visto que la libertad constituye una condición sine qua non esencial de la moralidad. De aquí se deduce que la voluntad, como facultad libre, es la causa eficiente principal y el principio próximo de los actos morales. Empero el acto de la voluntad se halla en relación necesaria con el entendimiento, al cual pertenece el conocimiento previo del objeto de la voluntad; y por otro lado, la energía de ésta, como origen y causa de los actos morales, se halla en relación con los hábitos morales apellidados virtudes y vicios, y también con el auxilio o influjo que de Dios puede recibir para la ejecución del acto moral. Es preciso, por lo tanto, considerar el acto humano moral por parte de sus relaciones: 1º con el modo de conocer el objeto y condiciones que modifican la libertad del acto: 2º con las virtudes morales: 3º con la gracia. [442]
Artículo I
Condiciones que influyen en la voluntad como principio del acto libre y moral.
Nociones previas:
1ª Voluntario se dice, en general, aquel acto que procede de un principio interno con conocimiento del fin al cual tiende. Si este conocimiento del fin es perfecto, de manera que el agente conozca la razón formal de fin y su relación o proporción con los medios, como sucede en los agentes intelectuales, se dice que hay voluntario perfecto. Pero si sólo se conoce o percibe la cosa como buena materialmente y se tiende a ella en virtud de movimientos instintivos, sin conocer la razón universal o formal de bien ni su relación y proporción con los medios, como sucede en los animales, se dirá que hay voluntario imperfecto.
2ª El acto voluntario se divide también en necesario y libre. El primero va acompañado de determinación ad unum, de manera que no hay indiferencia o facultad en la voluntad para ponerlo o no ponerlo, como sucede en el amor de la felicidad, en la hipótesis que se piensa en ella, y en el amor con que los bienaventurados aman a Dios. Libre se dice el acto que va acompañado de facultad e indiferencia en orden a su ejecución.
3ª Cuando una cosa es intentada y elegida de una manera explícita y directamente por la voluntad, se dice que hay voluntario formal: si no es intentada directamente, pero si elige alguna cosa que es su causa, o con la cual tiene conexión, se dirá que hay voluntario virtual. El primero suele también denominarse directo, y el segundo indirecto. Cuando [443] uno se embriaga, previendo que en este estado proferirá malas palabras, la embriaguez le es voluntaria formalmente, y las palabras malas lo son virtualmente.
Para que este voluntario virtual o in causa, sea imputable moralmente al agente, deben concurrir las tres siguientes condiciones: 1ª que el efecto sea previsto, o pueda y deba ser previsto por el agente, atendidas sus circunstancias: 2ª que esté en su potestad y facultad el no poner la causa: 3ª que tenga obligación de no ponerla.
4ª Voluntario positivo, se dice lo que envuelve la realización o ejecución de un acto determinado. Voluntario negativo, la no ejecución de un acto en circunstancias determinadas por la ley.
5ª Es preciso tener presente la distinción entre los actos que se llaman elícitos, denominación que damos aquí a los que consuman en y con la sola voluntad, como el querer, amar, desear, &c.; y los imperados, los cuales se consuman o ejecutan por medio y con intervención del cuerpo, como el moverse, hablar, levantar la mano, &c.
Esto supuesto, las causas o condiciones que pueden influir sobre la voluntad, como principio del acto humano, y consiguientemente sobre la moralidad de éste, son principalmente cuatro: la violencia, el miedo, la ignorancia, la concupiscencia o pasiones.
La violencia
Significa aquí la coacción completa del acto, o sea de una fuerza física y absoluta, que sea el principio único y la causa total del acto, como sucede cuando uno, haciendo todos los esfuerzos posibles para estar quieto, es arrastrado y puesto en movimiento por una fuerza superior. De aquí se desprende: 1º que esta violencia puede tener lugar respecto de los actos imperados, por lo mismo y en cuanto que son ejecutados por los miembros exteriores: 2º que con respecto a los actos elícitos, la voluntad humana es incapaz de violencia; porque no hay causa alguna que pueda obligarla a querer en su interior lo que no quiere, amar o desear lo que aborrece, &c.; 3º que los actos realizados por violencia absoluta y física [444] son incapaces de moralidad, en atención a que la violencia no solo destruye la libertad, condición indispensable de la moralidad, sino que destruye hasta la razón general de voluntario, puesto que el acto, ejecutado de esta manera, no procede de un principio interno, sino externo al sujeto del acto o movimiento.
El miedo
Puede ser grave o leve. Para que sea grave se necesita: 1º que el mal temido sea grave, al menos con relación al sujeto o persona que teme: 2º que sea realmente inminente, o que sea cierta, o muy probable su invasión.
El miedo grave no destruye la libertad absoluta del acto; porque la voluntad conserva la facultad de poner o no poner el acto al cual es impulsada y excitada por el temor, y por eso se dice que las cosas hechas o ejecutadas bajo la influencia del miedo grave, son voluntarias simpliciter, e involuntarias secundum quid. De aquí es que el miedo, al disminuir la espontaneidad libre del acto, disminuye también su moralidad o inmoralidad; razón por la cual los moralistas enseñan que el miedo grave excusa de pecado mortal en las cosas que son de derecho humano, pero no en las que son intrínsecamente malas, a no ser en el caso excepcional de perturbar completamente el uso de la razón.
La ignorancia
Puede ser antecedente, concomitante y consiguiente, respecto del acto o determinación de la voluntad en orden al objeto.
Antecedente se dice la que es anterior al acto de la voluntad, y es causa de elegir o poner un acto que no se ejecutaría, a no existir tal ignorancia acerca de tal objeto y sus condiciones.
Concomitante se dice la ignorancia que es anterior al acto de la voluntad, la cual pone con esta ignorancia un acto, que pondría igualmente aunque no existiera dicha ignorancia acerca del objeto o circunstancias que sirven de término al acto. El ejemplo vulgar del que dispara el arma contra un amigo, pensando que era una pieza de caza, y del que dispara [445] contra su enemigo, pensando en lo mismo, pero con la determinación o disposición interna de verificar el disparo, si hubiera conocido que era su enemigo, indica la diferencia entre estas dos especies de ignorancia, en sus relaciones con el acto humano como libre y moral.
En el primer caso, el hombre pone y ejecuta el acto por la ignorancia y a causa de la ignorancia que tiene acerca de la naturaleza y condiciones del objeto: en el segundo caso, ejecuta el acto con ignorancia de la naturaleza del objeto, pero no a causa de esta ignorancia, toda vez que ejecutaría el acto, aunque no hubiera ignorado la naturaleza y condiciones del objeto. Como la libertad perfecta y la moralidad del acto exigen y suponen el conocimiento de su relación con el objeto, como término y especificativo del mismo, la ignorancia antecedente destruye la libertad necesaria para la imputabilidad moral, ya porque excluye el conocimiento de la bondad y malicia moral del acto, ya porque éste es contra la inclinación y determinación libre de la voluntad. No sucede así con la concomitante; la cual, si bien excusa en el fuero externo de responsabilidad moral, a causa de la ignorancia sobre la bondad o malicia actual del acto, no excusa en el interno de la conciencia, a causa de que no es contra la inclinación y determinación habitual de la voluntad en orden a aquel acto, el cual, aunque en sí no sea pecado, lo es la mala disposición habitual de la voluntad.
La ignorancia es consiguiente, cuando es efecto de la misma voluntad, es decir, cuando el operante elige y quiere ignorar alguna cosa, ya sea con volición directa, como se verifica en aquel que elige no saber la doctrina cristiana para pecar más libremente y sin remordimientos; ya sea con volición indirecta, como cuando alguno por negligencia, pereza o causas análogas, no adquiere los conocimientos necesarios para desempeñar convenientemente su oficio, resultando de esta ignorancia actos moralmente malos o perjudiciales a otros. La primera, por regla general, no quita ni disminuye la responsabilidad moral del acto; pero la segunda disminuye la bondad o malicia del acto, y esto en mayor o menor [446] grado, según es más o menos culpable y voluntaria la ignorancia que da ocasión a semejantes actos.
La concupiscencia
Denominación que aquí comprende todas las pasiones o movimientos del apetito sensitivo. Estas pasiones, cuando son anteriores al acto de la voluntad, aumentan la razón general de voluntario, porque contribuyen a que el acto sea más vehemente e intenso; pero disminuyen su libertad, a causa de la oscuridad y perturbación que determinan en la razón, impidiendo, por decirlo así, la serenidad e independencia del juicio con respecto al objeto de la pasión excitada. Por esta causa, la concupiscencia antecedente disminuye la moralidad del acto de la voluntad.
Si los movimientos de las pasiones son posteriores al acto de la voluntad, algunas veces siguen al acto de la voluntad por refluencia natural y espontánea, por cuanto los actos de la voluntad excitan y determinan naturalmente en el apetito sensitivo pasiones análogas con respecto al objeto concreto del acto A de la voluntad; y en este caso, la concupiscencia ni aumenta ni disminuye la libertad ni la moralidad, y solamente es un signo a posteriori de la mayor o menor intensidad de la acción libre procedente de la voluntad. Otras veces, los movimientos de las pasiones son, en todo, o en parte, un efecto voluntario y libre de la misma voluntad, que se esfuerza en excitar las pasiones correlativas y como paralelas a sus actos, a fin de aumentar la intensidad y vehemencia de estos; y en este caso, la concupiscencia aumenta, o mejor dicho, multiplica la moralidad; porque a la bondad o malicia propia de la voluntad en su acto anterior, se añade la bondad o malicia de las pasiones, como acciones y cosas ejecutadas en virtud de la elección y determinación libre de la voluntad. [447]
Artículo II
Las virtudes morales.
1º Noción general de la virtud moral.
Por virtud moral entendemos cierta facilidad de la potencia para realizar el bien moral, o sea para obrar rectamente con relación a determinada materia. Esta facilidad de la potencia para obrar bien respecto de tales o cuales objetos, se adquiere con la repetición de actos buenos, y su intensidad subjetiva aumenta y puede crecer con la repetición de esos actos, hasta formar lo que llamamos hábito o costumbre, de los cuales se dice, que forman una segunda naturaleza; porque cuando llegan a arraigarse en el sujeto, este obra por medio de ellos de una manera espontánea y como natural.
El atributo principal y el carácter propio de la virtud moral, es ser principio de actos buenos moralmente. La virtud podrá servir de ocasión y de objeto para un acto malo, pero nunca será principio. Si una persona se ensoberbece de su beneficencia, esta es la ocasión y el objeto, o mejor dicho, la materia de este acto de soberbia, pero no es el principio del mismo. Por eso y en este sentido decía san Agustín, al definir la virtud moral, que es una cualidad de la cual nadie usa mal y con la cual se sirve rectamente: Bona qualitas mentis, qua recte vivitur, et qua nullus male utitur.
La virtud, una vez adquirida o poseída, influye en la naturaleza y existencia de los actos morales, robusteciendo y dando vigor a las potencias del alma para realizarlos en las circunstancias y con las condiciones debidas. Bajo este punto de vista, puede decirse comprincipio del acto moral. [448]
2º Origen de la virtud moral.
Ya se ha dicho, y la experiencia lo confirma, que el desarrollo y complemento de la virtud moral depende de la repetición de actos. Sin embargo, considerada la virtud moral en el estado de incoación y por parte de su constitución rudimentaria, el origen de las virtudes está en la misma naturaleza del hombre. Contiene ésta, en efecto, los principios y semillas de las virtudes morales, bajo tres puntos de vista diferentes:
1º Por parte del entendimiento, por medio del cual a) percibe, discierne y juzga acerca de la bondad moral de los objetos, y sobre la conformidad de ciertas acciones con la razón: b) posee los principios morales, como expresión y derivación de la ley natural: c) y por medio de esta ley natural, participación inmediata y directa de la ley eterna, está en comunicación con ésta y con la razón divina, fundamento primitivo del orden moral.
2º Por parte de la voluntad, la cual es por su misma naturaleza una inclinación racional al bien honesto y conforme a la recta razón, el cual constituye precisamente el objeto y la materia propia de la virtud.
3º Por parte del apetito sensible, según que el temperamento, organización y cualidades del cuerpo, llevan consigo cierta aptitud y predisposición natural y sensible, más o menos enérgica, en orden a ciertas virtudes morales. Téngase presente, sin embargo, que esta incoación y semilla parcial; porque generalmente sólo se refiere a algunas virtudes particulares, al paso que la razón y la voluntad son principio y germen de todas.
3º Sujeto de la virtud.
El sujeto remoto, total y personal de las virtudes, es el individuo humano; porque los hábitos, lo mismo que las facultades y operaciones, son modificaciones del supuesto o sustancia singular: actiones sunt suppositorum.
El sujeto inmediato y propio de la virtud es la facultad o potencia en cuyas acciones influye, dando vigor y facilidad a la misma para realizar sus actos rectamente en el orden moral. [449] Estas potencias son, el entendimiento, en el cual reside la prudencia; la voluntad, sujeto de la justicia, y el apetito sensible, sujeto de la fortaleza y templanza; pues aunque éste, en absoluto o por sí solo, no es susceptible de virtud mora, pasa a serlo bajo la influencia y dirección de la razón y de la voluntad, con las cuales se halla unido y subordinado a las mismas en el hombre. En otros términos: el apetito sensitivo es capaz de virtud moral, porque es facultad o potencia racional por participación, como decían los Escolásticos: rationalis per participationem.
4º Clasificación o división de la virtud moral.
Como el apetito sensitivo se divide en concupiscible e irascible, la virtud moral se divide en cuatro géneros o virtudes fundamentales, que son:
a) La prudencia, que tiene su asiento en el entendimiento práctico, y cuyo oficio es rectificar la razón en orden al bien y al mal, como objetos y elementos del orden moral. Su objeto, tomado en concreto, y como adecuado y completo, es la operación recta en el orden moral.
Sus actos principales son tres: 1º investigar y reconocer los bienes posibles del agente, atendidas sus circunstancias, y que sean conformes a la razón, juntamente con los medios conducentes a su consecución: 2º discernir y juzgar rectamente acerca de los medios que deben elegirse y ponerse en práctica, para llegar a la posesión del bien intentado hic et nunc, es decir, en las actuales circunstancias: 3º ordenar imperativamente, aplicando las fuerzas y potencias varias del sujeto a la ejecución de la operación relacionada inmediatamente con el medio A y el fin B.
Por aquí se ve que la prudencia no solo es una virtud, sino una condición y forma general de las demás virtudes, las cuales no pueden realizar sus operaciones propias con respecto a su objeto especial, sino bajo la dirección superior de la razón, rectificada a su vez por la virtud de la prudencia. Por esta causa, y en este sentido, puede decirse que las virtudes tienen entre sí una conexión necesaria, porque ni la prudencia puede ser perfecta, si las facultades apetitivas [450] no están rectificadas acerca de su objeto o materia propia por medio de las virtudes que determinan esta rectitud habitual, ni estas virtudes son perfectas en sus operaciones propias, si estas no son reguladas y dirigidas por la prudencia.
b) La justicia, que tiene su asiento en la voluntad, y que puede definirse: un hábito que inclina o determina la voluntad a dar a cada uno lo que le pertenece, o sea aquello a que tiene derecho.
c) La templanza, que reside en el apetito concupiscible, y cuyo oficio es moderar las pasiones y movimientos afectivos de éste en orden a los bienes sensibles. Así es que puede definirse: el hábito que dispone e inclina al apetito concupiscible a buscar y usar los bienes sensibles con subordinación a la recta razón. Su objeto principal son los bienes y deleites sensibles que se refieren a la conservación del individuo y propagación de la especie.
d) La fortaleza, que rectifica y modera los movimientos del apetito irascible, y cuyo oficio propio es afirmar y vigorizar el alma humana contra los males sensibles, de manera que no sean parte a apartarla del bien racional y verdadero del hombre. San Agustín la define: afección del alma por medio de la cual despreciamos todos los peligros y daños de las cosas sujetas a nuestra potestad. Sus actos o manifestaciones principales, son acometer y sufrir: acometer contra los peligros y males que amenazan: sufrir o llevar con energía y valor los males presentes. Aunque el primero va acompañado de mayor gloria y brillo entre los hombres, el segundo, como más difícil por su naturaleza y condiciones, encierra mayor valor moral, y es digno de mayor premio y estima a los ojos de Dios, y a los de los hombres cuya razón penetre hasta el fondo de las cosas.
Estas cuatro virtudes se denominan cardinales, entre otras razones, porque son la raíz y el fundamento de las demás virtudes morales, manifestaciones y derivaciones parciales de las cardinales. Cada una de estas viene a ser como el género que contiene debajo de sí varias especies particulares. [451]
Lo que se acaba de decir sobre las virtudes morales adquiridas por la repetición de actos, es aplicable igualmente a las virtudes morales que Dios infunde al alma, cuando le comunica la gracia santificante, según la teología católica. La naturaleza, los actos y los objetos en las virtudes morales adquiridas y las infusas, convienen quoad substantiam, pero se distinguen entre sí por parte del origen, el cual, en la virtud moral natural, es la repetición de actos buenos, y en la infusa, es la acción de Dios.
De esta distinción se sigue: 1º que la virtud adquirida, es una cualidad natural, al paso que la infusa pertenece al orden sobrenatural: 2º que el valor meritorio de la virtud natural y adquirida, solo tiene relación con un premio o bien natural, al paso que el acto procedente de la virtud infusa, en fuerza de su origen e información por parte de la gracia, puede tener un valor proporcionado con un premio sobrenatural.
Artículo III
Necesidad de la gracia divina.
Aunque es oficio propio de la teología y de la moral teológica tratar de la gracia, puede y debe la ciencia filosófica y racional, cuando no se halla informada por el espíritu de contradicción y oposición sistemática a la idea cristiana, reconocer de alguna manera su necesidad y existencia.
Prescindiendo, en efecto, de la revelación católica, la experiencia y la razón nos suministran indicios y pruebas a posteriori no despreciables de la necesidad y hasta de la existencia de la gracia, considerada como un auxilio especial de Dios. Veamos algunas de estas pruebas.
1ª Y a la verdad, si fijamos nuestra vista en el interior de nuestra propia conciencia; si seguimos con atenta mirada [452] la serie de fenómenos morales que en su fondo se realizan durante el curso de nuestra vida, y principalmente las transformaciones tan profundas como inesperadas que nuestra voluntad experimenta, no podemos menos de reconocer en todos estos fenómenos psicológicos, indicios más o menos evidentes de una fuerza superior que impresiona, transforma, domina y dirige nuestra voluntad en sus múltiples manifestaciones morales. Que no de otra manera pueden explicarse satisfactoriamente, la energía prodigiosa que en ocasiones despliega esa voluntad, para arrollar todos los obstáculos y dificultades que se presentan en el cumplimiento del deber. Que no de otra suerte podemos concebir y explicar esas grandes transformaciones repentinas, e instantáneas no pocas veces, por medio de las cuales al alma fatigada y oprimida algunas veces por el peso del deber, realiza y ejecuta otras veces sin hesitaciones y como sin esfuerzo, acciones que se acercan al heroísmo.
2ª Hemos visto antes, y es una verdad adquirida a la ciencia, que además de la energía de la voluntad que ha de realizarla, la acción moral exige y presupone la acción de la razón que discierne entre el bien y el mal, y que juzga de la conformidad u oposición de los actos y objetos con el orden moral. Ahora bien: si es cierto que poseemos una razón cuyo alimento propio es la verdad; si es cierto que poseemos una inteligencia que aspira sin cesar a la posesión plena y perfecta de esa verdad, hasta el punto de que ninguna de las que en la vida presente alcanza, puede llenar esa aspiración; si es cierto, en fin, que la razón humana, irradiación y destello admirable de la Razón divina, puede levantarse y se levanta, en efecto, a alturas inconmensurables, no lo es menos que esta misma razón humana tropieza a cada paso; la que se halla rodeada de sombras y tinieblas palpables; que la ignorancia y la oscuridad son sus compañeras inseparables; que acepta, en fin, con pasmosa facilidad errores los más groseros y extravíos los más lamentables en todos los ramos de la ciencia. Luego si la razón ha de caminar con paso firme, constante y seguro hacia Dios, primera Verdad [453] y último fin de sus acciones; si ha de conocer el bien moral en todas sus manifestaciones, con la certeza y seguridad que exige la perfección moral del hombre en las diversas, múltiples y complejas situaciones de la vida, necesita que la mano del Excelso venga en su auxilio, vigorizando y sosteniendo su razón flaca, falible y vacilante; necesita una comunicación especial con esa Luz divina y verdadera, quae illuminat omnem hominem venientem in hunc mundum.
3ª Añadamos ahora la existencia y realidad del pecado original, o mejor, para no salir del terreno puramente natural y filosófico, la existencia y realidad de una gran caída moral del género humano, caída atestiguada de consuno por la razón, por la experiencia, por fenómenos psicológicos, por la tradición de la ciencia, por los monumentos de la historia, del arte, de las religiones y de las cosmogonías. Y la existencia y realidad de esta gran caída, lleva consigo la existencia y realidad de una debilitación o disminución en las tendencias y aspiraciones del hombre al bien, y la introducción de un profundo desorden en su naturaleza y sus potencias. Luego el hombre necesita de un auxilio extraordinario y de una fuerza superior y divina, para rehabilitar su naturaleza inclinada al mal, reparar y vigorizar sus fuerzas morales debilitadas por el pecado.
4ª La observación y la experiencia nos revelan que la voluntad humana es un conjunto misterioso de grandeza y de miseria, una síntesis extraña, pero incontestable, de fuerza y de flaqueza moral.
Al lado de sus nobles deseos, de sus tendencias y aspiraciones sublimes al bien infinito, observamos sus vicios, sus noble instintos, su corrupción, su impotencia: por un lado, grandeza, energía, el brillo mágico de la virtud, la ley del deber, aspiraciones ardorosas al bien: por otro lado, debilidad, impotencia, hesitaciones, abatimiento, inconstancia, miseria profunda. Es, pues, sumamente difícil, por no decir imposible, que en todos sus momentos, y en las múltiples, difíciles y complejas situaciones de la vida, realice el bien moral de una manera constante, enérgica y perseverante, [454] si no viene en su ayuda un auxilio superior y extraordinario, en una palabra, la gracia divina.
¿Ni cómo explicar de otra manera y sin esta gracia, esas grandes transformaciones que vemos operarse en el fondo de la naturaleza humana y que vienen a cambiar todas sus condiciones normales? La conciencia y la razón se resisten a creer que la fuerza sola de la voluntad sea bastante poderosa, para determinar la completa y profunda transformación moral de ciertas existencias, a las que vemos cambiar súbitamente de hábitos, de ideas, de costumbres, y, hasta cierto punto, de carácter e inclinaciones. La energía nativa de la voluntad humana, por grande que se la quiera suponer, jamás será suficiente para realizar la conversión de un san Pablo, para explicar la transformación del Agustino maniqueo y libertino, en el san Agustín de las Confesiones y los Soliloquios.
Dos corolarios importantes se desprenden de esta doctrina:
1º Cuando la teología católica enseña que el hombre, en el estado presente de la naturaleza humana, necesita del auxilio divino o gracia de Dios para evitar todos los pecados mortales y cumplir todos los preceptos de la ley natural, enseña una verdad que está muy en armonía con lo que la razón y la experiencia nos revelan sobre la debilidad e impotencia moral del hombre para realizar el bien.
2º Los dogmas católicos acerca de la gracia y acerca del pecado original y corrupción consiguiente de la naturaleza humana, se hallan en íntimas relaciones y en completa armonía con lo que la razón, la experiencia interna y la observación indican y descubren. De aquí es que los que ignoran o rechazan estos dogmas, van a parar, o al maniqueísmo, o a la metempsicosis, o al fanatismo, o finalmente, al escepticismo e indeferentismo religioso.
Capítulo quintoNorma o reglas de la moralidad humana
Todo humano, en tanto se dice moral o inmoral, en cuanto se realiza y concibe como conforme o contrario a alguna ley, la cual, por consiguiente, viene a ser la norma y regla de la moralidad del acto. De aquí la necesidad de exponer las diferentes relaciones que entre el acto moral y los diferentes géneros de leyes existen.
Artículo I
La ley eterna.
La concepción más general de la ley es la de una regla o norma a la cual debe ajustarse la acción; de manera que la concebimos como una medida de la rectitud moral del acto. Bajo este punto de vista general, la definía santo Tomás: Regula et mensura actuum, secundum quam inducitur aliquis ad agendum, vel ab agendo retrahitur: «Regla y medida de los actos, según la cual alguno es inducido a obrar, o retraído de la operación.» La noción verdaderamente filosófica de la ley, se halla contenida y expresada en la siguiente definición de la misma por el citado santo Tomás: «Ordenación de la razón para el bien común, promulgada por aquel a quien incumbe el cuidado o gobierno de la comunidad:» [456] Ordinatio rationis ad bonum commune, ab eo, qui curam communitatis habet, promulgata.
Esta definición, que aparte de otras grandes ventajas, tiene la de ser aplicable a toda ley, señala los tres caracteres fundamentales y esenciales de la ley, a saber: 1º proceder de la razón, o si se quiere, de la voluntad dirigida y regulada por la razón, y no de la voluntad sola, y mucho menos de la voluntad caprichosa o inconsciente del legislador, o de las muchedumbres: 2º dirigirse al bien común; porque este es el objeto de toda ley como ley, y no del bien particular de una clase y mucho menos de un individuo, siquiera sea este depositario y poseedor legítimo de la potestad suprema: 3º proceder del superior, o sea del depositario legítimo del poder público, ya sea este uno o muchos; ya ejerza este poder bajo la forma de gobierno A o B.
Descendiendo o pasando ahora a las diferentes clases de leyes, se nos presenta como la primera en el orden ontológico, o sea como base, fundamento y razón a priori de todas las demás, la ley eterna, identificada con la razón divina, y definida por santo Tomás en los siguientes términos: Ratio divinae sapientiae, secundum quod est directiva omnium ectuum et motionum.
Para comprender el sentido, a la vez que la exactitud de esta definición, debemos colocarnos en el terreno de la metafísica, y considerar o distinguir en Dios dos ideas con relación al mundo: una que representa los seres diferentes, es decir, la colección y conjunto de los seres que componen el universo actual: otra que representa los actos y movimientos varios de estos seres con relación a sus fines particulares, a la vez que con relación a su fin último, común y universal. La primera idea se refiere a la esencia, número, distinción y existencia real de las cosas, supuesta la determinación de la voluntad divina para la última. La segunda se refiere a la subordinación activa y pasiva de estos seres entre sí, con relación a los fines parciales de cada ser, al universal del mundo, prefijados por la razón divina, y también al fin último de la creación. Estas dos ideas, según que las consideramos [457] unidas en Dios, constituyen el arquetipo completo y adecuado del mundo actual.
La segunda puede decirse que constituye y representa el concepto especial de la ley eterna, la cual es la razón divina predeterminando el modo con que cada criatura debe realizar sus funciones y acciones, en armonía con las condiciones de su naturaleza. En virtud de esta ordenación, o mejor dicho, preordenación de la razón divina, la voluntad omnipotente de Dios comunica e imprime en las criaturas no inteligentes, inclinaciones necesarias y fuerzas determinadas a obrar de una manera uniforme; y en el hombre, inclinaciones y fuerzas no necesarias sino libres, pero intimándole la obligación de ejercer estas fuerzas con subordinación al orden general y moral, basado sobre las esencias de las cosas creadas, y sobre su relación y dependencia necesaria con Dios, su primer principio y su último fin.
En vista de esto, fácil es comprender por qué y en qué sentido dice santo Tomás en la definición citada, que la ley eterna es la razón divina según que dirige a sus fines los movimientos y acciones de las criaturas.
De esta noción de la ley eterna, se desprenden las siguientes conclusiones:
1ª Aunque en Dios la ley eterna se identifica con la idea divina del mundo, se distinguen según nuestro modo de concebir; porque ésta se refiere al mundo, como cosa productible; la ley eterna se refiere al mundo, como cosa gobernada y dirigida según un plan determinado.
2ª La ley eterna envuelve el concepto de obligación, con respecto a las criaturas que en su modo de obrar y según las condiciones de su naturaleza, son capaces de ella. De aquí es que la ley eterna impone al hombre la obligación de obrar en relación y armonía con ella, o lo que es lo mismo, de no impedir, ni perturbar el orden establecido en las cosas por Dios. En este sentido, y por esta razón decía San Agustín, que la ley eterna es la razón y la voluntad divina que prescribe conservar el orden natural, y prohibe perturbarlo: Ratio et voluntas Dei, ordinem naturalem conservari jubens, perturbari vetans. [458]
3ª La ley eterna, que se imprime y se revela en los animales y los seres a ellos inferiores, por medio de las fuerzas e inclinaciones necesarias e instintivas a determinadas operaciones, se imprime y se revela en el hombre por medio de la ley natural, la cual viene a ser la ley eterna, promulgada y comunicada al hombre por medio de la razón.
4ª La ley eterna coincide y se identifica con lo que se llama la ley moral; porque es, por una parte, la expresión de la razón divina como idea del orden universal, y por otra parte, la revelación y manifestación de la voluntad suprema de Dios, como legislador moral. Por esta razón puede y debe apellidarse la ley eterna, el origen de toda justicia, el fundamento de toda obligación, la condición necesaria, primitiva y general de toda ley, la cual no merece este nombre si no se halla en relación y armonía con la ley eterna, expresión de una razón infinitamente sabia, y de una voluntad esencialmente buena, y santa, y justa, y autónoma, y principio, y norma de toda bondad, de toda justicia, de toda santidad y de toda moralidad. [459]
Artículo II
La ley natural considerada en general.
La concepción adecuada de la ley natural, considerada en general, abraza los siguientes puntos:
1º Origen y esencia de la ley natural.
«La ley natural, escribe santo Tomás, no es otra cosa sino una participación de la ley eterna en la criatura racional.» Esto quiere decir en otros términos, que la ley natural es una derivación parcial y concreta de la ley eterna; es la misma ley eterna determinada, impresa y comunicada al hombre, en la medida y según las condiciones propias de su naturaleza.
Porque la ley eterna, a la cual, como queda indicado, pertenece ordenar y dirigir todos los actos y movimientos de las criaturas, es absoluta, suprema y universal, y por lo mismo extiende su influencia a todos los seres, y es participada por todas las criaturas: pero esta influencia y esta participación se realizan según las condiciones y naturaleza propias de cada criatura. De aquí es que las sustancias inferiores que carecen de entendimiento y voluntad, participan la ley eterna de una manera necesaria y pasiva, si es lícito hablar así, porque y en cuanto les señala y predetermina fines peculiares a su naturaleza, y al propio tiempo les comunica e imprime las fuerzas e inclinaciones correspondientes a estos fines, en virtud de las cuales ejecutan movimientos y actos determinados, pero de una manera necesaria, inevitable e instintiva. Mas el hombre, como sustancia de un orden superior, como ser dotado de inteligencia y voluntad, participa la ley eterna de un modo también superior, es decir, intellectualiter et rationaliter, como dice oportunamente santo Tomás: de [460] una manera intelectual y racional, conociendo el fin y los medios que le son prescritos por la ley eterna, con más la facultad de moverse y determinarse libremente en orden a esos fines y medios.
Fácil es inferir de lo dicho: 1º que la ley natural es la misma ley eterna, considerada ésta en cuanto dice relación al hombre, al cual se comunica, imprime y promulga en la luz y por la luz de la razón, toda vez que esta no es otra cosa más que una impresión y participación de la inteligencia divina, o como dice santo Tomás, el resplandor de la claridad divina en nuestra alma: refulgentiae divinae claritatis in anima: 2º que la ley natural coincide y se identifica con la razón humana, considerada ésta según que dice orden a la ley eterna, es decir, en cuanto que, además de la facultad de conocer todos los objetos, y entre ellos el bien y el mal moral, incluye una subordinación y dependencia necesaria y natural con respecto a la razón y a la voluntad suprema de Dios, origen y razón suficiente de la fuerza obligatoria con que se presenta a la razón humana la ley natural en sus prescripciones.
2º Existencia de la ley natural.
La realidad y existencia de la ley natural, es un corolario necesario de lo que se acaba de decir sobre su origen y naturaleza. Si la ley natural es la participación e impresión de la ley eterna en la criatura racional, siendo, como es, indudable que existe la ley eterna, o sea la ordenación, dirección y gobierno por parte de Dios de todas las criaturas con sus actos y movimientos, también será indudable que existe la ley natural, por medio de la cual el hombre es ordenado y dirigido a su fin y medios por Dios, de una manera conforme con su naturaleza racional y libre.
Añádase a esto que la ley natural se identifica, al menos, parcialmente, con la razón humana, como hemos visto. Luego negar la existencia real de la ley natural, sería negar la existencia real de la razón humana.
Por otra parte, la conciencia y la observación interna dan testimonio irrecusable de la ley natural, toda vez que [461] experimentamos dentro de nosotros el conocimiento de un orden moral inmutable y necesario, el discernimiento entre el bien y el mal, la evidencia inmediata de ciertas verdades que son a la vez preceptos morales, y que se imponen a nuestra razón y voluntad como obligatorios y enlazados íntima y necesariamente con el orden esencial y universal de los seres.
3º Preceptos y su clasificación.
Los preceptos de la ley natural pueden dividirse y clasificarse por dos títulos: 1º por parte de su conocimiento, o si se quiere, de su cognoscibilidad: 2º por parte de la materia, u objeto.
Bajo el primer punto de vista, llámanse unos primarios; y son aquellos principios que contienen y expresan verdades de evidencia inmediata, como los siguientes: bonum est faciendum et malum vitandum; quod tibi non vis alteri ne feceris; vivere oportet secundum rationem, &c. Apellídanse otros secundarios; y son aquellos que contienen y expresan verdades que se hallan en relación próxima con los primeros principios o preceptos, de manera que basta un raciocinio sencillo y fácil para reconocer su conexión con los primeros principios. Pertenecen a esta clase, entre otros, los preceptos contenidos en el decálogo. Finalmente, aquellos preceptos en los que, a causa de su alejamiento de los primeros principios y preceptos de la ley natural, no es fácil a cualquiera descubrir su enlace con éstos, sino que exigen una razón más o menos ejercitada, y raciocinios más o menos difíciles y complejos, pueden denominarse preceptos terciarios de la ley natural.
Por es segundo capítulo, resultan igualmente tres clases de preceptos naturales, en relación con la triple inclinación natural que en el hombre podemos distinguir. El hombre conviene en algo con las sustancias inanimadas; conviene también con los animales; y además, es superior a estos como sustancia inteligible y libre.
Como mera sustancia, tiene inclinación natural a conservar su ser; y con esta inclinación se hallan relacionados aquellos [462] preceptos de la ley natural que se refieren a la conservación de la vida. Como ser animal, tiene inclinación natural a la propagación de la especie; y de aquí los preceptos que dicen relación a esta propagación, cuales son los preceptos sobre la generación, cuidado, educación de los hijos, con todo lo que a esto dice orden. Como ser inteligente y racional, corresponde al hombre la inclinación a obrar en armonía con la razón; y de aquí los preceptos y deberes relativos a conocer o buscar la verdad, perfeccionar la voluntad y obrar el bien, no ofender ni hacer mal a otros, procurar el bien de la sociedad en que vive, &c., &c. En suma: la ley natural incluye preceptos que corresponden al hombre y le obligan, considerado, a) como ser natural: b) como ser animal o dotado de sensibilidad: c) como ser racional.
4º Sanción de la ley natural.
Toda ley pide y necesita ser afirmada por medio de una sanción correspondiente a su naturaleza. La sanción, en general, es la determinación o constitución de premio para los que cumplen la ley, y de castigo para los que la quebrantan, hecha por el legislador.
Hállase sancionada la ley natural por una doble sanción, a saber:
a) La paz de conciencia en los buenos, y el remordimiento en los que la infringen, sanción parcial e inadecuada, que responde a la ley natural durante la vida presente.
b) La posesión de Dios, por parte de los buenos, y la separación de Dios, con respecto a los malos; en otros términos: la consecución del último fin para los que observan la ley natural, y la amisión o pérdida del último fin respecto de los que la infringen. A esta última corresponde propiamente el carácter de sanción perfecta y adecuada, en atención a que la primera es más bien una sanción incoada, incompleta y transeúnte, al paso que la segunda es completa, perfecta y permanente, como lo es la vida futura, en la cual se realiza.
Por lo demás, esta doble sanción se halla en armonía con la naturaleza misma de la ley natural, según que acabamos de exponerla. Considerada por parte de su existencia subjetiva [463] en cada hombre, le corresponde la sanción individual de la paz y remordimiento de la conciencia personal. Considerada en cuanto es participación y derivación de la ley eterna que existe en Dios, le corresponde la sanción relativa a la consecución o pérdida de Dios.
5º Atributos y propiedades de la ley natural.
Infiérese de lo dicho hasta aquí, que las propiedades o atributos principales de la ley natural pueden reducirse a los siguientes: 1º ser universal, puesto que se comunica y promulga a todos los hombres por el intermedio de la razón, y su obligación se extiende a todos estos, en el mero hecho de tener expedito el uso de la razón: 2º ser conocida por sí misma, a causa de la evidencia inmediata con que se presenta a la razón, al menos por parte de sus preceptos primarios: 3º ser necesaria, porque la materia de sus preceptos son las cosas buenas o malas intrínsecamente; y de aquí es que sus preceptos y la obligación que los acompaña no están sujetos a mutación.
Como la universalidad, la evidencia o cognoscibilidad y la inmutabilidad de la ley natural pueden tomarse en diferentes sentidos, y han dado origen por esta causa a variedad de opiniones, será preciso investigar y discutir la naturaleza y condiciones de estos atributos. [464]
Artículo III
Unidad, conocimiento e inmutabilidad de la ley natural
Aunque es indudable y generalmente admitido, que la ley natural es una y universal por parte de algunos de sus preceptos, no convienen igualmente los filósofos sobre la existencia y determinación de algún precepto primitivo y fundamental con relación a los otros, por razón del cual la ley natural se puede denominar una y universal bajo este punto de vista especial. Para esclarecer este punto, así como lo relativo al conocimiento e inmutabilidad de la ley natural, servirán las siguientes proposiciones.
Tesis 1ª
Contiene la ley natural un precepto absolutamente primario y fundamental respecto de los demás.
Razones y explicaciones.
1ª Así como en el orden especulativo la ciencia, como conjunto de verdades universales y adquiridas por medio de la demostración, reconoce un primer principio, al cual se reduce en último término directa o indirectamente, mediata o inmediatamente todo procedimiento demostrativo y propiamente científico, así también es preciso reconocer en el orden práctico algún primer principio que sirva de base y fundamento a las demás verdades prácticas, las cuales deben encontrar en él la razón suficiente de su verdad y fuerza moral respecto de la voluntad.
2ª Siguiendo ahora la relación y analogía entre el orden especulativo y práctico, entre el orden intelectual y el orden moral, entre el conocimiento y la operación, debemos [465] reconocer que el primer principio del orden moral, y consiguientemente el primer precepto de la ley natural, es el siguiente: «Se debe obrar el bien y abstenerse de obrar el mal:» bonum est faciendum, et malum et vitandum. Si se quiere enunciar este principio bajo una forma más preceptiva, o como se dice hoy, en cuanto contiene el imperativo categórico, se puede expresar con la siguiente fórmula: obra el bien y evita el mal. Y en efecto: dada la distinción esencial y primitiva entre el bien y el mal moral, este precepto contiene la fórmula más general del deber, o mejor, la última razón suficiente que podemos señalar a la obligación moral. Si alguno me pregunta porqué debemos honrar a los padres y no blasfemar de Dios, podré exponer mediata o inmediatamente que debemos hacer u obrar lo bueno y evitar lo malo; pero si se me pide la razón de esto, no podré señalar más razón que la misma evidencia de la cosa.
Por lo demás, esta doctrina, apoyada en la experiencia, se halla también confirmada a priori por la razón. Si el principio de contradicción es el fundamento primitivo y general de la verdad en el orden especulativo es porque sus elementos propios son las ideas de ser y no ser, las cuales van embebidas en todas las demás ideas, que no son sino determinaciones, derivaciones y como aplicaciones concretas de la idea universalísima de ser. Es así que las nociones o ideas de bien y de mal son las más primitivas, universales y fundamentales respecto del orden moral, puesto que todo el orden moral estriba en la distinción esencial y primitiva entre el bien y el mal: luego el primer principio de este orden será aquel que exprese la relación de oposición entre el bien y el mal, y cuyos elementos constitutivos sean las ideas del bien y del mal, así como en el orden especulativo, el primer principio contiene como elementos las ideas de ser y no ser, y expresa su oposición (1). [466]
{(1) He aquí un pasaje de Santo Tomás, que reasume en cierto modo la doctrina aquí consignada. «Sicut ens est primum quod [466] cadit in apprehensione simpliciter, ita bonum est primum quod cadit in apprehensione practicae rationis, quae ordinatur ad opus. Omne enim agens, agit propter finem, qui habet rationem boni. Et ideo primum, principium in ratione practica est quod fundatur supra rationem boni. Hoc est enim primum praeceptum legis, quod bonum est faciendum et prosecundum, et malum vitandum; et super hoc fundantur omnia alia praecepta legis natura.» Sum. Theol. 1ª, 2ª, cuest. 94, art. II.}
Dos consecuencias importantes se desprenden de la doctrina aquí expuesta.
1ª El precepto que se acaba de consignar como primario reúne todas las condiciones que al efecto suelen señalarse. Es siempre obligatorio; porque siempre hay obligación de obrar lo bueno y abstenerse de lo malo: es universalísimo, puesto que las ideas de bien y de mal que constituyen sus elementos, son las más universales en el orden práctico o moral: es irreductible; porque cualquiera otra forma que se adopte para expresar el imperativo categórico, supone necesariamente las ideas de bien y mal, con su distinción esencial, y por consiguiente, puede y debe resolverse o reducirse al indicado.
2ª Luego deben considerarse como inexactas las diferentes fórmulas excogitadas por los filósofos para expresar el primer precepto de la ley natural, a no ser que coincidan en su sentido y significación inmediata con la que queda consignada: porque todas esas fórmulas, aparte de las razones especiales y a posteriori, siempre resultarán inexactas e inadmisibles a priori, por referirse a ideas más determinadas y menos universales que las de bien y mal. Así, por ejemplo, la fórmula presentada por Kant, como expresión del imperativo categórico: «Obra de tal manera que la ley de la voluntad pueda servir de norma general para obrar», o como principio de legislación universal, es inadmisible: 1º porque lo que sirve de regla y ley moral para la voluntad del hombre A, no es adaptable a la voluntad y operación del hombre B, cuyo estado y condiciones son diferentes: 2º porque [467] la bondad de la operación no depende del deber que tienen todos los hombres de ponerla, sino que, al contrario, estos tienen obligación de ponerla, y puede servir de ley general para su voluntad, porque es buena: de manera que su bondad es la causa y la razón suficiente de su capacidad y aptitud para servir de ley o norma respecto de todos los hombres: en el lenguaje científico, el hombre no es racional porque raciocina, sino que raciocina porque es racional o tiene razón: 3º los conceptos de ley y de voluntad son conceptos más o menos complejos, los cuales, además de suponer los de bien y de mal, no llevan consigo la evidencia inmediata y común a todos los hombres que se encuentran en nuestra fórmula, cuya verdad pertenece al ignorante lo mismo que al sabio.
Si la condición de esta obra lo consintiera, sería fácil presentar observaciones análogas acerca de las varias formas señaladas y adoptadas por los filósofos (1) para [468] expresar el primer precepto del orden moral humano, o lo que apellidarse suele imperativo categórico. Pasando ahora a la cognosicibilidad o posibilidad y existencia de conocimientos ciertos y evidentes respecto de los varios preceptos que abraza la ley natural, es preciso no perder de vista la distinción y clasificación arriba establecida. Así pues:
{(1) He aquí algunas de estas fórmulas, las cuales se hallan en relación con la teoría o sistema moral de sus autores:
a) Hobbes: «Se debe procurar la paz, si es posible; si ésta no se puede conseguir, se deben preparar los medios o auxilios para la guerra.»
b) Cumberland: «Se debe ejercer la benevolencia para con todos los hombres.»
c) Grocio y Puffendorf: «Se debe cultivar y desarrollar el principio social del género humano.»
d) Thomasi: «Obrar del modo más conveniente para conseguir una vida larga y la más feliz, evitando lo que a esto se oponga.»
e) Cousin: «Ser libre, permanece libre.»
f) Fichte: «Ámate a ti sobre todas las cosas, y a los demás hombres para ti.»
Precepto es este muy en armonía con el panteísmo subjetivo de su autor, para quien no hay más ser ni Dios sino el yo.
Sabido es que para Damiron, el primer precepto es la evolución plena de las facultades humanas, así como para Leroux y la escuela humanitaria es el progreso continuo e indefinido de la humanidad.}
a) Hobbes: «Se debe procurar la paz, si es posible; si ésta no se puede conseguir, se deben preparar los medios o auxilios para la guerra.»
b) Cumberland: «Se debe ejercer la benevolencia para con todos los hombres.»
c) Grocio y Puffendorf: «Se debe cultivar y desarrollar el principio social del género humano.»
d) Thomasi: «Obrar del modo más conveniente para conseguir una vida larga y la más feliz, evitando lo que a esto se oponga.»
e) Cousin: «Ser libre, permanece libre.»
f) Fichte: «Ámate a ti sobre todas las cosas, y a los demás hombres para ti.»
Precepto es este muy en armonía con el panteísmo subjetivo de su autor, para quien no hay más ser ni Dios sino el yo.
Sabido es que para Damiron, el primer precepto es la evolución plena de las facultades humanas, así como para Leroux y la escuela humanitaria es el progreso continuo e indefinido de la humanidad.}
a) Si se trata de los preceptos primarios, los cuales coinciden y se identifican con los primeros principios de la ciencia moral, es indudable que no cabe ignorancia acerca de ellos, como no cabe tampoco acerca de los primeros principios del orden especulativo.
b) Si se trata de los secundarios, no cabe ignorancia invencible acerca de ellos, generalmente hablando, y en las circunstancias y condiciones regulares de la sociedad. Sin embargo, no es imposible que alguno y algunos hombres ignoren invenciblemente su existencia, en circunstancias extraordinarias y en condiciones excepcionales. Esto se comprenderá mejor con un ejemplo. Si suponemos un hombre de escaso talento, en medio de una tribu salvaje, y aun de una sociedad semibárbara, rodeado exclusivamente de hombres que practiquen constantemente alguna acción sin señales de remordimiento, y que esta acción no sea castigada por las leyes o costumbres de aquella sociedad, se reconocerá que no hay gran dificultad, ni mucho menos imposibilidad en que este individuo, en semejantes condiciones, crea de buena fe que la simple fornicación, por ejemplo, o el hurto circunstanciado no son acciones ilícitas.
c) Si se trata, en fin, de los preceptos de la ley natural, comprendidos bajo la denominación de terciarios, es indudable que puede existir ignorancia invencible acerca de ellos; y esto no solo por parte de los hombres ignorantes y rudos, incapaces de llegar a su conocimiento por sus solas fuerzas, sino hasta por parte de los hombres de ciencia. Para convencerse de ello, basta tener presentes las disputas y opiniones de los filósofos y de los moralistas cristianos, sobre si la acción A o B, sobre si el contrato C o D, pertenecen o no pertenecen a la ley natural. [469]
Tesis 2ª
La ley natural es absolutamente inmutable.
Observaciones y nociones previas.
1ª Damos por supuesto y admitido generalmente, que la ley natural no es susceptible de mutación por cesación de fin; porque el fin de la ley natural, que coincide y se refunde en el mismo hombre, en cuanto destinado a la posesión de Dios, imperfecta en la vida presente, y perfecta en la futura, sólo puede cesar, cesando de existir el hombre, y aun en este caso, permanecería como manifestación y participación posible de la ley eterna.
2ª Es igualmente indudable que la ley natural es susceptible de mutación impropiamente dicha, o sea por adición, según que a los preceptos de la ley natural pueden sobrevenir preceptos positivos, ya por parte de Dios, ya por parte del hombre; pero no afecta a la ley natural en sí misma.
3ª Prescindiendo de esta mutación por adición, una ley es susceptible de mutación formal, y de mutación material. La primera tiene lugar cuando permaneciendo el objeto de la ley, esta deja de obligar, o por abrogación, cuando el legislador o la autoridad competente rescinde o revoca la ley: o por derogación, cuando el legislador introduce en ella alguna modificación en virtud de la cual deja de obligar parcialmente; o por dispensa, cuando permaneciendo firme e idéntica la ley, se da facultad a alguno para obrar fuera de sus prescripciones. La mutación material tiene lugar, cuando la materia que en la circunstancia y con las condiciones A entra en el objeto de la ley y cae bajo sus prescripciones, deja de constituir o formar parte del objeto de la ley, por haber [470] pasado a la circunstancia B, que la coloca fuera de la esfera de la ley y de su objeto.
El dinero robado y el retenido contra la voluntad de su dueño, cae bajo el precepto natural de la restitución; pero si el dueño hace donación de la cosa robada al que la retiene, ésta cesa de pertenecer al objeto de la ley natural, y consiguientemente, ya no está comprendida en el precepto de la restitución.
Y debe notarse, que cuando interviene esta mutación de materia, y en fuerza o a causa de ella deja de obligar la ley natural con relación a aquel objeto, no hay verdadera mutación de la ley, ni se debe decir en realidad que deja de obligar la ley, sino más bien que aquel objeto circunstanciado y el acto que a él se refiere, están fuera del alcance de la ley. Teniendo presente esta observación, se puede contestar fácilmente a los argumentos principales de los partidarios de la mutabilidad de la ley natural.
Dadas las anteriores nociones, no es difícil reconocer y probar que la ley natural es absolutamente inmutable; de manera que ni el mismo Dios puede dispensarla, sino en el sentido impropio que se ha dicho, es decir, por mutación material. La razón es que la ley natural contiene y expresa las relaciones esenciales de las cosas, puesto que el orden moral humano se funda y constituye por la relación esencial que el hombre dice a Dios como a su último fin y perfección suprema, y en cuanto la razón humana es una participación y reflejo de la ley eterna, que es inmutable como la razón divina con la cual se identifica; es así que las relaciones esenciales de las cosas, y entre ellas determinadamente, la relación de la razón humana fecundada por la ley natural, con la razón divina en cuanto contiene la ley eterna, de la cual aquella es una participación, una derivación y hasta una promulgación, son absolutamente inmutables, como lo son las esencias de las cosas: luego la ley natural excluye toda mutabilidad por su misma naturaleza o ad intrinseco.
Si la idea de la ley natural en sus relaciones con el hombre, [471] con Dios y con la ley eterna, demuestra, por decirlo así, a priori, la absoluta inmutabilidad de la misma, puede decirse que el sentido común y la experiencia interna sirven de contraprueba a esa demostración y constituyen una nueva demostración a posteriori. El sentido común y la conciencia nos revelan, efectivamente, que las prescripciones de la ley natural se refieren a objetos y actos que concebimos como buenos o malos pro priori ad legem, con anterioridad e independientemente de la existencia actual de la misma ley natural. La mentira, el homicidio, el perjurio, la blasfemia, &c., son cosas que concebimos y son radicalmente y por su misma esencia contrarias a la recta razón, a la constitución misma de la naturaleza humana, y hasta a los atributos de Dios; de manera que concebimos tan imposible su bondad moral, como que el hombre sea irracional.
Objeciones
Obj. 1ª Según la ley o derecho natural los bienes fueron comunes, y sin embargo, hoy están sujetos a propiedad, y peca contra la ley natural el que destruye esta propiedad: luego ha habido mutación en la ley natural.
Resp. La comunidad de bienes se dice que es o que fue conforme a la ley natural, porque ésta no señala ni determina que estos bienes naturales, o si se quiere, esta parte de la tierra de Pedro y esta de Pablo: pero tampoco prohibe que cada una de esas porciones pase a ser propiedad del individuo A, si pone razón suficiente para ello. Lejos de eso, prescribe que, una vez adquirida legítimamente o legitimada la propiedad de una cosa, no se le perturbe en su posesión y uso, al prescribir que no se haga daño o injuria al derecho de otro. En otros términos: la comunidad de bienes es de derecho natural negative, es decir, en cuanto que no reparte de hecho los bienes; pero no positive, en el sentido de que la ley natural prescriba que los bienes siempre sean comunes, o que no se puedan hacer propios. [472]
Obj. 2ª El hombre puede dispensar y modificar la ley natural, como se ve en las leyes de prescripción, en virtud de las cuales se traslada el dominio de la cosa contra la voluntad de su dueño: luego a fortiori podrá dispensar Dios, cuya potestad legislativa es sin duda superior a la del hombre.
Resp. Las leyes sobre prescripción no pueden trasladar el dominio de lo ajeno en cuanto ajeno, ni mucho menos dispensar o mudar la ley natural. Lo que hacen es determinar las condiciones y circunstancias en que el dueño anterior de la cosa, es o no es rationabiliter invitus en orden a su detención por otro, o lo que es lo mismo, declaran que el que posee la cosa A, dadas las condiciones C y B, deja de poseerla contra la voluntad racional y justa del que antes era su dueño. En esta hipótesis, y dadas las condiciones C y B, deja de poseerla contra la voluntad racional y justa del que antes era su dueño. En esta hipótesis, y dadas estas condiciones, no hay dispensa ni mutación en la ley natural; porque ésta sólo prescribe la restitución de lo que se detiene invito rationaliter domino, contra la voluntad racional, prudente y justa del dueño. Por lo demás, la voluntad de éste, reivindicando la cosa en todo evento y tiempo, sin atenerse a las leyes relativas a la prescripción, sería irracional e injusta, como perjudicial al bien común y a la tranquilidad de las familias.
Obj. 3ª Hay algunos preceptos de la ley natural cuya obligación cesa en ciertas circunstancias: luego no es inmutable en cuanto a todos sus preceptos. El mismo santo Tomás parece reconocer esto, cuando escribe que la ley natural es absolutamente inmutable en cuanto a los preceptos primarios, pero que en cuanto a los secundarios puede mudarse en casos y circunstancias especiales, o sea por causas que impidan su observancia (1). [473]
{(1) «Quantum ad prima principia legis naturae, lex naturae est omnio immutabilis: quandum autem ad secunda praecepta, quae diximus esse quasi quasdam proprias conclusiones propinquas [473] primis principiis, sic lex naturalis... potest mutari, et in aliquo particulari, et in paucioribus, propter aliquas speciales causas impedientes observatiam talium praecptorum.» Sum. Theol., 1ª, 2ª, cuest. 96, art. V.}
Resp. Condensaremos en pocas palabras la solución de la objeción y el sentido del pasaje de santo Tomás.
Los que se llaman primeros preceptos de la ley natural, son de tal naturaleza que, a causa de su misma universalidad, expresan condiciones generales de todo acto moral, razón por la cual no están sujetos a excepciones, ni a significaciones diferentes. Cuando digo, por ejemplo: bonum est faciendum et malum vitandum: vivere oportet secundum rationem, estos preceptos no admiten ninguna excepción, ni son susceptibles de modificación por parte de las circunstancias; porque, cualesquiera que sean estas, y cualesquiera que sean las acciones y personas de que se trate, siempre será verdad, y siempre será preciso para conformarse con la ley natural, hacer el bien y no hacer el mal: lo mismo que el obrar conforme a la recta razón.
Hay otros preceptos que se refieren a objetos concretos, y que a causa de su misma determinación, a ciertas materias susceptibles de variedad de circunstancias, expresan en su forma común el objeto y el acto en las circunstancias ordinarias y más generales, sin descender a las circunstancias menos comunes, y por consiguiente, sin expresar en realidad toda la amplitud del precepto natural. Uno de estos preceptos prescribe la restitución del depósito a su dueño; y, sin embargo, si este pidiera el depósito para matarse a sí mismo, o para destruir la patria, &c., no habría obligación, ni sería lícito entregarle el depósito. ¿Quiere decir esto que se ha mudado la ley natural en estas circunstancias, o a causa de ellas? De ninguna manera. Lo que hay aquí es que la fórmula general que dice: «hay obligación de devolver el depósito a su dueño», sólo expresa una parte del precepto natural, la [474] fase más ordinaria de su objeto, pero no expresa el precepto completo sobre devolución del depósito, o sea según toda su extensión, pues éste debiera formularse en estos o parecidos términos: «se debe entregar el depósito a su dueño, siempre que lo pida legítimamente, o siempre que su devolución no se haga ilícita por algún capítulo.» Con estas sencillas explicaciones fácil es conocer en qué sentido puede concederse, y dice santo Tomás, que la ley natural es susceptible de mutación por parte de sus preceptos secundarios.
Artículo IV
La ley humana.
La ley humana sirve también frecuentemente de norma para regular y reconocer la moralidad del acto humano, y de aquí la necesidad de dar alguna noción general de la misma en la Ética, por más que al tratar de ella ex profeso y a fondo, pertenezca a la ciencia del derecho positivo en sus diferentes formas y manifestaciones. Para nuestro objeto en la presente obra, bastarán las siguientes indicaciones sobre la ley humana:
1ª Noción general.
Puede definirse, en armonía con la definición de la ley en general arriba consignada: «Ordenación de la razón humana, conforme con la ley natural, establecida y promulgada por la autoridad legítima para el bien común de la sociedad.» Se dice ordenación de la razón humana: 1º para distinguirla y separarla de la ley divina positiva, de la natural y de la eterna que traen su origen de la razón divina: 2º porque a la razón pertenece juzgar de su justicia, necesidad y utilidad, y también porque se refiere e impone a súbditos dotados de razón, y que deben obedecer, no por instinto o capricho, sino de una manera racional, o sea con libertad fundada en [475] razón. Se añade establecida y promulgada por la autoridad legítima; porque la constitución completa de la ley exige el acto imperativo de la voluntad, en orden a su observancia y obligación para los súbditos, además del acto de la razón que la ordena y propone como necesaria, justa o útil: la promulgación es como la condición sine qua non para su obligación actual por parte de los súbditos. Se dice también que la ley humana debe ser conforme con la ley natural, por cuanto no debe ordenar cosa alguna que sea contraria a las prescripciones de la ley natural, la cual es por su misma naturaleza, anterior y superior a la ley positiva humana; de manera que entre la ley humana y la natural es preciso que exista conformidad, al menos negativa, es decir, que no haya oposición. Los demás términos de la definición no ofrecen dificultad, después de lo que se ha dicho al hablar de la ley en general.
Dos corolarios importantes se desprenden de la presente definición de la ley humana:
1º Que toda definición que explique el origen, constitución y valor de la ley humana por la voluntad sola o con independencia de la recta razón, es inexacta, favorece al despotismo y la tiranía, y es contraria a la dignidad y naturaleza del hombre. Toda ley que no tenga más origen y fundamento que la voluntad, bien sea la de un hombre sólo, bien sea la de muchos, es originariamente defectuosa; porque la obligación legal y la obediencia deben fundarse en razón y justicia, no en el capricho, ni en la voluntad ciega y arbitraria.
2º Que la ley humana pude ser injusta e irracional por cuatro títulos principales: a) por parte de la materia, si contiene u ordena alguna cosa contraria a una ley de un orden superior, como es la ley positiva divina, la natural y la eterna: b) por parte de la forma, cuando está en contradicción con las prescripciones de la justicia, distribuyendo las cargas y honores sin relación y proporción con las fuerzas y méritos de los súbditos: c) por parte del fin, cuando el objeto o fin de la ley no es el bien público, sino el bien particular o la utilidad y comodidad del legislador o de sus amigos: d) por parte del [476] autor, cuando la ley, o no procede de autoridad legítima y competente, o ésta legisla acerca de materias que no están sujetas a su autoridad y jurisdicción.
2ª Necesidad de la ley humana.
Que las leyes humanas son, no solamente útiles, sino necesarias a la sociedad, se evidencia por las siguientes razones, sin contar otras varias que pudieran aducirse.
1ª La ley natural se mantiene en cierta esfera superior y universal, sin descender en sus preceptos a prescripciones concretas, particulares y circunstanciadas, las cuales, sin embargo, son necesarias al hombre para conocer fácilmente y poder obrar con rectitud en multitud de ocasiones, variadas y complejas que presentan las relaciones y complicaciones de la vida social; siendo digno de notarse, que estas prescripciones de la ley humana son y conviene que sean diferentes, según la condición de la sociedad a que se refieren, por parte de las personas, caracteres, clima, hábitos, tiempo, grado de civilización, &c., siendo así que la ley natural permanece siempre la misma, y es invariable en sus preceptos.
Otra razón es la ignorancia por parte de muchos hombres, respecto de algunos de los preceptos de la ley natural, cuyo conocimiento y aplicaciones prácticas exigen algún grado de cultura y de ciencia que no todos poseen. De aquí la necesidad de que la ley humana haga suyos, por decirlo así, estos preceptos, haciendo aplicaciones precisas y claras de las obligaciones que encierran.
Finalmente, aun con respecto a aquellos preceptos de la ley natural que son de fácil y general conocimiento, es útil y necesaria la ley humana para asegurar su cumplimiento por medio de una sanción penal especial. Porque la verdad es, y la experiencia lo demuestra demasiado, que la sanción exclusiva y propia de la ley natural que arriba dejamos consignada, es insuficiente e ineficaz para retraer a los hombres díscolos, malvados y entregados a las pasiones, de los crímenes contrarios a la ley natural. Y de aquí la necesidad imperiosa de que la ley humana venga en auxilio de la natural, [477] mandando y prohibiendo lo que aquella manda y prohibe; pero añadiendo la sanción de penas especiales, capaces de contener a los que ni el remordimiento de conciencia, ni la pérdida de Dios, son eficaces o suficientes para inducirlos a no infringir la ley natural.
De esta doctrina podemos inferir, que la ley humana puede estar en relación con la ley natural, y tener conformidad con ella de dos maneras: 1ª por vía de deducción, cuando la ley humana prescribe alguna cosa que se deduce lógicamente de la ley natural, y que coincide en realidad con alguno de sus preceptos: 2ª por vía de simple determinación, cuando la ley humana determina, concreta y aplica lo que la ley natural contiene y ordena bajo un punto de vista general. Por ejemplo, la ley natural ordena y exige que el que comete un crimen sea castigado; pero deja a la ley humana la incumbencia de determinar y especificar la pena o castigo que debe aplicarse al crimen A o B. Las leyes humanas que tienen conformidad con la ley natural en este segundo sentido, sólo obligan como humanas o positivas, al paso que las primeras, o las que son conformes por vía de deducción, envuelven además una obligación interna y superior a la ley humana, y reciben vigor de la misma ley natural: habent etiam aliquid vigoris ex lege naturali.
Como el objeto principal de la ley humana es la conservación, paz y bienestar de la sociedad civil, no atiende en sus prescripciones a la mayor o menor malicia moral de la acción, considerada en absoluto, sino con relación a la conservación y bienestar de la sociedad. Por eso observamos: 1º que señala mayores penas a pecados menores en el orden moral absoluto, como sucede en el robo respecto de la blasfemia y sacrilegio: 2º que sus prescripciones se refieren principalmente a los actos que dicen relación a otros hombres, como son el homicidio, el robo, el fraude, los contratos, el adulterio, &c.: 3º que sólo prohibe los pecados más graves, y cuya observancia es posible y fácil a la generalidad de los hombres, sin descender a prescripciones que envuelven y exigen una perfección moral que no es posible encontrar en [478] el mayor número de individuos: así es que no desciende a prohibir estos o aquellos actos de soberbia, de gula, de envidia, &c., dejando este cuidado a la ley natural y a la ley divina. «La ley humana, dice a este propósito santo Tomás, no prohibe todas las cosas viciosas, de las cuales se abstienen los hombres virtuosos, sino sólo las más graves, de las cuales pueden abstenerse el mayor número; y principalmente debe prohibir las que son en perjuicio de los otros, sin cuya prohibición no podría conservarse la sociedad humana. Así vemos que la ley humana prohibe los homicidios, el robo, con otras cosas análogas.»
3ª Fuerza obligatoria de la ley humana.
La ley humana, si es verdadera ley, es decir, si reúne las condiciones señaladas para su justicia, no sólo obliga en el fuero externo y en virtud de la sanción penal que la acompaña, sino también en el fuero interno de la conciencia, salvo el caso de que el legislador no quiera expresamente obligar de esta manera; de suerte que el infringir la ley humana sin causa suficiente y legítima, constituye de su naturaleza un pecado y falta moral. Para persuadirse de esto, bastará tener en cuenta dos sencillas reflexiones:
1ª Entre los preceptos de la ley natural es uno indudablemente, el de obedecer al superior que manda legítimamente: y claro es que el que no cumple la ley humana, justa en sí misma, y legítima en su origen, quebranta el citado precepto de la ley natural.
2ª La ley humana, lo mismo que cualquiera otra ley, recibe su fuerza primitiva y tiene sanción originaria y a priori en la ley eterna; pues todas las demás leyes no son más que aplicaciones y derivaciones más o menos directas y explícitas de la ley eterna, y en tanto son verdaderas leyes, en cuanto son reflejo y participación de la ley eterna. Más todavía: la ley eterna, siendo como es el fundamento primitivo y la razón suficiente del orden moral y del orden social humano, es también la razón suficiente y el fundamento primitivo de la jurisdicción que reside en el poder público y social para promulgar leyes. Por eso escribe santo Tomás: [479] Omnes leges, in quantum participat de ratione recta, (es decir, en cuanto son justas, racionales y legítimas) in tantum derivantur a lege eterna. Y san Agustín decía a su vez: «In temporali lege nihil est justum ac legitium, quod non ex hac aeterna (lege) sibi homines derivaverint.»
Si la ley humana no es justa, entonces no obliga en conciencia. Pero aquí debe tenerse presente, que si la ley humana es injusta por falta del primer título de los arriba indicados para su justicia y legitimidad, o sea por parte de la materia, mandando o prohibiendo alguna cosa contraria a las prescripciones de la ley natural o divina, entonces no es lícito cumplir la ley humana. Pero si ésta solamente es injusta por parte del fin, o del autor, o de la forma, entonces es lícito cumplirla, pero no hay obligación, a no ser per accidens, es decir cuando de no cumplirla, se hubieran de seguir escándalos, perturbaciones o daños graves. [480]
Artículo V
La conciencia, o aplicación de la ley al acto humano.
«Las reglas de la voluntad humana en el orden moral, dice santo Tomás, son dos: una próxima y homogénea, que es la razón humana: otra primitiva, o sea la ley eterna, la cual es como la razón de Dios.» Entre estas dos normas o reglas de moralidad, se hallan colocadas las reglas que pudiéramos llamar intermedias, cuales son la ley natural, la ley civil, &c.; porque todas ellas son derivaciones más o menos directas, más o menos próximas de la ley eterna, fundamento del orden moral, justicia viviente y origen de toda perfección.
La razón humana, pues, como participación de la razón divina y como impresión de la ley eterna, posee, en primer lugar, la fuerza innata de reconocer y discernir el bien y el mal moral, siendo auxiliada en esta función por la ley en sus varias manifestaciones y grados, sirviéndole estas diferentes clases de leyes, de principio directivo y como de criterio para reconocer y determinar la moralidad del acto humano. En segundo lugar, esta misma razón, al realizar la comparación de los actos del yo individual con las leyes y con el conocimiento del orden moral en sus diferentes manifestaciones, constituye la regla inmediata, el principio y criterio próximo de la moralidad de cada acto en particular. Y esta función de la razón es lo que se llama generalmente
Conciencia, la cual, tomada, no como fuerza o facultad psicológica, sino como idea o concepción moral, no es otra cosa más que el juicio de la razón práctica acerca de la bondad o malicia de una acción u omisión humanas, consideradas en singular. El objeto de la conciencia es la moralidad de la [481] acción, no precisamente en cuanto la podemos considerar acompañada y revestida de estas o aquellas circunstancias especiales, pues esto todavía pertenece a la ciencia moral, sino considerada como manifestación singular de mí personalidad moral, o sea en cuanto yo soy, he sido, o voy a ser causa de este acto. En suma: la conciencia es la aplicación actual y concreta de los principios y criterios morales al acto A o B, como realizado por mí.
Resulta de esta noción de la conciencia, que sus actos o manifestaciones principales son:
1º Atestiguar o dar testimonio acerca de la bondad o malicia de la acción u omisión pasada, y realizada en estas o aquellas circunstancias.
2º Obligar a hacer u omitir alguna acción en este instante u ocasión presente, por medio de una fuerza e impulsión moral, derivada del conocimiento presente de la bondad o malicia moral de la cosa.
3º Alegrar, o producir una satisfacción interna moral, a causa del bien que se hizo, o del mal que no se hizo. Generalmente, los moralistas llaman a este acto excusare, excusar, denominación impropia e inexacta, y aplicable sólo al acto cuando se refiere a acciones y omisiones pasadas, cuya malicia o responsabilidad moral es disminuida por alguna de sus circunstancias.
4º Remorder, o acusar por la acción mala ejecutada, o la buena omitida culpablemente. Estos dos últimos actos pueden considerarse como manifestaciones y modificaciones del primero. Así es que, en realidad, podemos decir que las manifestaciones esenciales y fundamentales de la conciencia moral se hallan representadas por los dos primeros actos indicados.
Como la razón es el medio natural que Dios ha concedido al hombre para conocer y discernir el bien y el mal, de aquí es que su dictamen o juicio práctico que constituye la conciencia, constituye la regla homogénea, como dice santo Tomás, o sea el principio próximo de los actos de la voluntad, considerada ésta como energía y fuerza moral. De aquí la [482] fuerza obligatoria de la conciencia, es decir, la obligación por parte del hombre de poner sus actos libres en relación y armonía con el dictamen de la razón; y de aquí también que todo acto libre, ejecutado contra el dictamen actual de la conciencia, es moralmente malo, al menos parcialmente o en el orden intencional; porque, aun en las hipótesis de que el acto sea bueno y conforme a la ley en sí mismo, al ejecutarlo contra el dictamen de la conciencia, se aparta de la norma y causa próxima de la moralidad del acto, y consiguientemente se pone en contradicción con el orden moral universal, que exige y prescribe en el hombre la conformidad del acto libre con la razón.
Por lo demás, si se quiere señalar la razón suficiente primitiva y el fundamento a priori de esta fuerza obligatoria de la conciencia, debe buscarse y colocarse en la naturaleza misma de la razón humana. Porque la razón humana, participación e impresión de la Razón divina, conoce y posee la ley natural, conoce y posee los primeros principios del orden moral, y los preceptos de la ley natural y los primeros principios del orden moral, son la impresión de la ley eterna en el hombre, y el hombre, al conocerlos, conoce la ley eterna, secundum aliquam ejus irradiationem, según la expresión profunda y gráfica de santo Tomás, en atención a que la ley natural y las verdades morales de evidencia inmediata son la expresión, la revelación, el reflejo, la irradiación de la ley eterna en el hombre.
No entra en el objeto y condiciones de este libro descender a la enumeración, examen y discusión de las diferentes especies y estados posibles de la conciencia, en sus relaciones con el acto moral. Únicamente queremos observar que no se debe confundir la conciencia mala -conscientia prava- con la conciencia errónea; porque ésta puede separase de la primera. El que por ignorancia vencible o voluntaria in se o in causa, juzga que le es lícito poner la acción A, siendo así que en realidad es ilícita, tiene conciencia errónea y mala: errónea, porque el juicio práctico del entendimiento no es conforme a la realidad: mala, porque este [483] error le es voluntario, al menos in causa o indirectamente, por no haber puesto la diligencia conveniente a que estaba obligado. El que por ignorancia invencible, es decir, en virtud de un error o ignorancia moralmente inevitable para él, atendidas sus circunstancias, juzga que es buena en el orden moral la acción que pone, no siéndolo realmente, tendrá conciencia puramente errónea, pero no conciencia mala.
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